- VICENTE ESPINEL, "Vida del Escudero Marcos de Obregón (relación tercera)", texto presentado y editado por Pedro Rojas García, «Azogue», nº 3, Enero - Junio 2000, URL: http://www.revistaazogue.com

 

Vicente Espinel

VIDA DEL ESCUDERO MARCOS DE OBREGÓN

 

PRESENTACIÓN:

La primera edición de las Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón, del maestro nacido en la ciudad malagueña de Ronda Vicente Espinel (1550-1624), la más clásica de todas por el lujo y tono de sus formas tipográficas, fue la de Juan de la Cuesta, dada en Madrid a la estampa a principios de 1618. Es libro tan perfecto que ni una sola errata halla en sus páginas el más prolijo corrector. Juan de la Cuesta, al final de la Segunda parte de las comedias, de Lope de Vega Carpio, publicada en el mismo año, y en nota relativa al auto del Consejo de Castilla, prohibiendo introducir en el reino las ediciones fraudulentas de los libros castellanos que, al punto que en Madrid aparecían, eran reimpresos en la capital de Cataluña, en la de Aragón y aun en Navarra, hizo constar que por esta sola licencia había dado al autor cien escudos de oro: precio por aquel tiempo desconocido para una obra de imaginación. El acuerdo del Consejo no evitó que en el mismo año se hicieran en Barcelona otras dos ediciones del libro de autor a la sazón tan famoso; las de Jerónimo Margarit y Sebastián de Cormellas: patentizando del mismo modo la inmensa reputación literaria que Espinel, disfrutaba por Europa la traducción francesa que Vital de Audiguier, señor de la Menor, en Povergue, se apresuró a arrojar en París a las prensas de Petitpas, el mismo año de 1618, según Brunet. No terminó el siglo XVII sin otras dos distintas ediciones castellanas: la cuarta, que Pedro Gómez de Pastrana costeó en Sevilla en 1641, y la quinta, dedicada en Madrid por el impresor Gregorio Rodríguez en 1657, al Sr. D. Juan Bautista Berardo, Tesorero general del Real Consejo de las Indias.
La crítica sobre la obra de Espinel, aunque sin salir nunca del terreno de la retórica y de la moral, no ha dejado de tener sus progresos, como lo testifican las consideraciones hechas sobre el Marcos de Obregón por el Sr. Rosell en la edición de Rivadeneyra y, aun por el Sr. Cuesta Ckerner en la de 1868. Rosell compara el plan del Obregón, con el Lazarillo de Tormes y el del Guzmán de Alfarache, y encuentra su acción más completa que la del primero y más nutrida y rápida que la del segundo. Sin embargo, para este analista el mayor mérito está en que, corriendo la narración de la fábula inventada por Espinel sobre los sucesos de su propia vida, hasta el punto de que los más la confunden con una autobiografía.
Espinel fue el primero en descubrir lealmente el fin que se había propuesto para escribir su Obregón: -« El intento mío, dice, fue ver si acertaría escribir en prosa algo que aprovechase a mi república, deleitando y enseñando siguiendo aquel consejo de mi maestro Horacio; porque han salido algunos libros de hombres doctísimos en letras y opinión, que la abrazan tanto con sola la doctrina que no dejan lugar por donde pueda el ingenio alentarse y recibir gusto, y otros tan enfrascados en parecerles que deleitan con burlas y cuentos entremesiles, que después de haberlos leído, revuelto, aechado y aun cernido, son tan fútiles y vanos, que no dejan otra cosa de sustancia ni provecho para el lector, ni de fama y opinión para sus autores.» Por si esto no es bastante, Espinel añade: -«Yo querría en lo que he escrito que nadie se contentare con leer la corteza, porque no hay en todo mi escudero hoja que no lleve objeto particular, fuera de lo que suena.» Se trata sin duda de una obra marcada por la propia condición de toda nuestra literatura bajo el cetro de Felipe II en que floreció el genio y todo en la sociedad española estaba predispuesto al orden, bajo el rudo principio de la disciplina, que es el carácter más relevante del progreso y de la educación pública de la autoridad y de la subordinación que estrechan los vínculos de la nacionalidad. Dominaba en la literatura Horacio, que era la autoridad clásica, la autoridad tradicional, la autoridad de los antiguos; para las investigaciones de la moral y de la metafísica, reinaba la autoridad de los textos sagrados, de la Escritura y de los Santos Padres; para la política, el rey. No era solamente la Inquisición la que imponía trabas a las licencias de la imaginación y del pensamiento, sino el sentido público, las costumbres generales que prohibían a la mente humana dilatarse en aquellos asuntos que no se podrían nunca examinar sin peligro.
Hemos tomado un fragmento relativo a la alquimia cuya acción se desarrolla en tierras italianas. Según algunas opiniones pudiera tratarse de un episodio autobiográfico o basado en testimonios recogidos directamente por el autor. Recordemos que Vicente Espinel permaneció cierto tiempo en Italia, a donde llegó en 1578 gracias al favor inmediato del Duque de Medina-Sidonia, D. Alonso Pérez de Guzmán. Vivió en Genova y Milán, viajando también por Pavía, Turín, Venecia y otras ciudades del norte italiano. Es muy posible que ahí encuentren su origen sus noticias acerca de la alquimia, de las picardías que se contaban de muchos alquimistas estafadores así como de la pasión popular por la alquimia que se vivía entonces en aquellas tierras.

Pedro Rojas García


 

Relación tercera de la vida del escudero Marcos de Obregón

     Yo, que de cautivo, esclavo y mal tratado tan presto me vi con dineros y bien puesto de vestidos, deseaba ya ardentísimamente llegar adonde mis amigos me viesen libre y supiesen los trabajos y favores de que la fortuna había usado conmigo. Y así, en habiendo visto la grandeza de aquella república y tomado el descanso que tan grande cansancio pedía, cogí mi cabalgadura y victorino o mozo de mulas, y aviándome para Milán subí por aquellas montañas de Génova, tan ásperas y encumbradas como las de Ronda. Y en habiendo pasado por San Pedro de Arenas ya que anochecía, fue tan grande la piedra y agua que nos cogió, que perdimos el camino en parte donde fuera fácil el despeñarnos hasta los profundos ríos, crecidos con la grande avenida, yendo a dar a la furia del mar; porque los arroyos que se juntaron de la tormenta del granizo y agua eran bastantes para mucho más que esto. No víamos luz sino por los ojos del caballo que nos guiaba, que es la peor bestia -para caminar- del mundo, que en Italia se camina con ellos. Y con la poca gana que llevaba, se arrimaba a cualquier árbol que topábamos o se arrojaba por donde se le antojaba. De suerte que yo me apeé, y en unos árboles que tenían grandes troncos y muchas ramas, trabadas unas con otras, nos arrimamos hasta esperar que, o la tempestad cesase, o viésemos alguna claridad o luz que nos guiase a salvamento. El victorino, aunque práctico en la tierra, estaba tan turbado que había perdido los memoriales y yo las esperanzas de poder movernos de allí hasta la mañana. Corría el agua de nosotros por la carne como de cueros de cortidura grandísimo rato con este trabajo, pero no pudimos gozar de la sombra de los acopados árboles, porque corría más agua dellos que de nosotros, que todo lo rendía el tiempo insufrible y borrascoso.

     Estando en esta suspensión de ánimo congojoso, oímos decir cerca de nosotros: «Guarda la vita.» Como tan cerca sonó, miré por entre las ramas y vi que a las espaldas de los árboles parecía una luz que salía de tres casas, donde el caballo debía de haber posado otras veces, y, aunque por malos pasos, nos había guiado allí. El espacio era poco, y en un instante corriendo nos pusimos en las casas, de donde salieron con grande cuidado a ofrecernos alojamiento; y donde no pensamos hallar agua, hallamos muy gentiles capones, que todas las naciones estranjeras hacen esta ventaja a España en las posadas y regalo de los caminantes.

     Cenamos muy bien; yo pedí un jarro de agua, y trujéronmela de una fuente que nacía junto a las mismas casas, caliente, vaheando; hícela poner a una ventana, que aunque el tiempo no estaba tan frío, la borrasca y granizo lo había trocado, y en un instante se enfrió y aun heló el jarro de agua. Bebílo, y el huésped trajo allí de las otras casas dos testigos, y viéndome beber otro jarro de agua fría, les dijo: «Señores, para esto os he traído; porque si este señor español muriere destos jarros de agua fría, no digan que yo le he muerto.» Reíme, juzgando que lo decía por aborrecer el agua o por amar el vino, y no fue sino por la razón que el hostalero dijo después. Pregunté, como nuevo en Italia, por qué razón quería que no bebiese agua quien siempre la había bebido y bebía. Respondió que las aguas de España eran más delgadas y de más fácil digestión que las de Italia que tienen más humidad. Y es de creer que, pues gente de tan gentil discurso como la italiana no osa beberla sola, halla en ella algún daño.

     Yo conocí un caballero italiano que cuando vino a España no había bebido gota de agua, y estando en España no bebió gota de vino, que las aguas, ora sean de río, ora de fuente, toman la calidad buena o mala de la tierra o minerales por donde pasan. Las de España, por ser esta provincia tan favorecida del sol y consumir las humidades con tanta violencia, son bonísimas -fuera de que ordinariamente pasan por minerales de oro, como se parece en las de Sierra Bermeja, que la misma sierra está del mismo color- y son excelentísimas; o pasan por minerales de plata, que son bonísimas, como las de Sierra Morena que se verifica en las de Guadalcanal; o por minerales de hierro, como es en Vizcaya, que son saludables. Y en resolución, no hay agua en España que sea mala, sea de fuente o sea de río, que de lagunas y lagos o encharcadas, ni las hay ni las beben; antes parece que para mayor grandeza de la misericordia de Dios, una laguna de más de una legua, que está cerca de Antequera, que todos los años se hace sal, tiene junto a sí la mejor y más sana agua que se conoce en lo descubierto, que se llama la Fuente de la Piedra, porque la deshace. Y en Ronda, otra fuentecilla, que llaman de las Monjas, que nace mirando al Oriente y en un cerro; en bebiéndola, luego deshace la piedra y en el mismo día salen las arenas, y desta se puede escribir un grandísimo volumen. Pero lo que el hostalero me dijo fue tan verdad, que en todo el tiempo que estuve en Lombardía, que fueron más de tres años, ni tuve salud ni me faltó dolor de cabeza perpetuo, por el agua que bebía. Y verificóse el día siguiente que, yendo caminando, en todos los charquillos que se habían hecho del grande turbión del agua había animalejos, como sapillos, renacuajos y otras sabandijas, engendradas en tan poco espacio, que se causa de la mucha humidad maliciosa del terruño. Y en aquellos fosos de Milán se veen unas bolas de culebras en mucha cantidad, engendradas de la bascosidad y putrefacción del agua, y la humidad gruesa de la misma tierra.



Descanso primero

     Pero dejando esta materia, fuimos caminando por el Ginovesado mi mozo de mulas y yo, hasta que topamos con unos labradores que, preguntados por dónde tomaríamos el camino que habíamos errado la noche antes, nos dijeron un disparate para engañarnos y anduviésemos perdidos más tiempo. El mozo entendió la burla y dijo que nos engañaban. Pero yo, no tomándolo por burla, deshonrélos en mal lenguaje italiano, y ellos, que eran muchos, cargáronse de piedras; yo me apeé y di una cuchillada a uno; el mozo cogió su caballo y dejóme entre ellos, que como era de su nación no quiso ser testigo del caso; y ellos cargaron sobre mí, porque deslicé y caí en el suelo, y maniatándome dieron conmigo en el lugar más cercano, que era muy grande y muy poblado. Representaron la sangre del herido, y echáronme una cadena y grillos muy pesada.

     Esta vez no me quise quejar de mi mucha desdicha, sino de mi poca consideración; que estando en tierra no conocida quise hacer lo que no hiciera en la mía: que los españoles, en estando fuera de su natural, se persuaden a entender que son señores absolutos. Yo, que no tenía de quién ni a quién quejarme, volví contra mí las piedras o pedradas que los contrarios podían tirarme; vime cargado de los hierros que no tuve en Argel, siendo enemigos de la fe y de los que la profesan, sin poder volver los ojos a quien me mirase de buena gana. Que por la misma razón que pensamos ser señores del mundo, somos aborrecidos de todos.

     Quien va a tierras ajenas tiene obligación de entrar en ellas con grande tiento, que ni las leyes son las mismas, ni las costumbres semejantes, ni las amistades se guardan donde no hay conocimiento. Y es averiguada cosa que aunque los reinos y repúblicas se guardan el respecto y amistad que profesan entre sí, no corre lo mismo en los particulares, que ordinariamente se desdoran y tienen enemistades unos con otros, y tanto más cuanto más se ven, sin razón o con ella, supeditados. Eché de ver que la paciencia es virtud corriente para todas las cosas del mundo, pero más para tratar con gentes no comunicadas. Tiene el forastero necesidad de ser muy afable y comedido, con crianza, y ha de perder de su derecho en las cosas que donde está no sabe si son buenas o malas; con semblante alegre, cólera enfrenada, viene fácilmente en el conocimiento de lo que ignoramos en las tierras cuyas costumbres no han venido a nuestra noticia.

     Yo me vi afligidísimo, sin ver a quien poder dar parte de mis trabajos. Llamábanme de marrano muy cerca de mí, y la más honrada sentencia era que me habían de dar garrote de secreto. El carcelero parecía hombre corriente, pero no hallaba por dónde entralle para consolarme con él. Estuve pensando qué modo tendría, y acordéme que esta nación es codiciosa sobremanera, y que por allí podría echar algún cartabón para mi remedio. Llevaba en la faldriquera algunos escudos que saqué de Génova. Andaban allí dos niños, hijos del carcelero, muy graciosos; y, acordándome cuán buen rostro muestran los padres a quien hace bien a sus hijos, di a cada niño un escudo; aquí abrió los ojos el padre agradeciéndolo mucho y aun muchísimo, que me dio buena esperanza de salir con lo que había pensado. Díjome: «Vuestra señoría debe de ser muy rico.» «¿En qué lo echáis de ver?» -pregunté yo-. «En la liberalidad -respondió- con que habéis dado a estos niños moneda que aun los hombres mal conocemos por acá.» «Pues si eso estimáis siendo tan poco, ¿qué haréis cuando sepáis lo demás?»; y sacando dineros díselos a él y díjele: «Porque me parecéis hombre de buen discurso, os quiero decir quién soy, que desta niñería no tenéis que hacer caso. Yo he alcanzado lo que todos los filósofos andan buscando y no acaban de dar con ello; pero primero me habéis de hacer juramento de en ningún tiempo descubrirme.» Él lo hizo solenísimamente, y con grandes ansias me preguntó qué era lo que quería decirle, y le respondí:

     «Sé hacer la piedra filosofal que convierte el hierro en oro, y con esto nunca me falta lo que he menester; pero no he osado comunicallo con nadie en Génova porque la república no me estorbase mi viaje, que lo hicieran, sin duda, porque como esta divina invención es tan apetecida y deseada de todos, todos andan tras della; y si saben alguno que la sabe, o los reyes o las repúblicas los detienen contra su voluntad, porque ejercite el arte para ellos a su costa, que en habiendo mucha cantidad de oro en el mundo será estimado en poco.» «Señor -dijo el carcelero-, muchas veces he oído tratar desa materia; pero nunca he visto ni oído decir que lo haya nadie alcanzado en nuestros tiempos, que aunque vuestra señoría me vee en este oficio, que por estar quieto y mantener mis hijos ejercito, ya he estado en España sirviendo a un embajador de Génova, y por lo dicho me recogí a este pueblo, donde nací.» «Huélgome deso -dije yo-, porque siendo como sois discreto, y habiendo oído tratar de la materia, daréis crédito a lo que veréis con vuestros ojos.» «Si yo pudiese -dijo- aprender eso sería un valiente hombre, que mandaría a todo mi lugar y enviaría libre a vuestra señoría adonde fuese servido.» «A lo primero -dije yo- os respondo que consiste el hacerlo en dar un punto que es menester gran cuidado para acertarlo, y así no me atrevo a enseñároslo; pero dejaréos con tanto oro, que no hayáis menester a nadie, vos ni vuestros hijos. Y a lo segundo, que no quiero que hagáis por mí cosa que en algún tiempo pueda haceros daño; que la misma arte química me dará modo para librarme, y esto os lo enseñaré facilísimamente, que lo veréis aunque estéis ciego, cómo sin culpa vuestra y sin consentimiento vuestro me libro, y vos quedéis (sic) sin calumnia y con riqueza y gusto.»

     Echóse a mis pies con grandes ceremonias, quitándome la cadena y grillos, contradiciéndoselo yo con grandes veras; y pasando adelante toda la noche, para más asegurallo en la materia, por hacer mejor mi negocio, le dije: «Sabed que el no haber acertado a dar el punto a la transmutación de los metales nace de no haber entendido a los grandes filósofos que tratan esta materia sutilísimamente como son Arnaldo de Villanueva, Raimundo Lulio y Gebor, moro de nación, y otros muchos autores que la escriben en cifras por no hacellas comunes a los ignorantes; que yo, por enterarme en la verdad dello, he pasado a Fez en África, a Constantinopla y en Alemania, y con la comunicación de grandes filósofos he venido a descubrir la verdad, que consiste en reducir a la primera materia un metal tan intratable y recio como el hierro, que puesto en aquel primer principio suyo y en aquella simiente de que fue hecho, aplicándole las mismas cosas y los mismos simples que la naturaleza aplica al oro cuando se forma o se va formando, viene a transformarse en la misma sustancia dél. Que de la propia manera que todas las criaturas van imitando -en cuanto les es posible- a la más perfecta de su género, así el hierro y los demás metales van imitando a la más perfecta dellas, que es el oro, y dándole todas las calidades que la naturaleza con la generación del padre universal, que es el sol, viene a mudar su naturaleza en la del oro; y esto se hace mediante ciertas sales fortísimas y corrosivas, mirando los aspectos de los planetas, en que yo estoy muy diestro y enterado. Y para que veáis alguna semejanza que os persuada a esta verdad, dejad esta noche un callo de herradura que haya sido muy pisado y lleno del orín que recibe en los muladares, y hecho pedacicos muy menudos o limándolo, ponedlo en una redoma con fuego lento en muy fuerte vinagre, y veréis lo que resulta.» Hízolo puntualmente, y diome en que reposase aquella noche muy a mi gusto, donde pensé muy bien la traza que llevaba ordenada para librarme de la prisión.

 

 

Descanso segundo

     A la mañana vino el carcelero muy contento, diciendo que descubría que se iba el hierro convirtiendo en un color rubio como de oro, que la codicia lo iba llevando a la perdición. «Ahí conoceréis -dije yo- que os voy tratando verdad.» Dile dineros para que me trajese ciertas cosas o ciertos simples corrosivos y venenosos -que no los digo porque mi intento no es enseñar a hacer mal-, y con otras cosas que les junté hice unos polvos que muchas veces ruciaba con agua fuerte, y, en enjugándose, tornaba a ruciallos; quedaron con un color rubio muy apacible. Hechos los polvos y confeccionados como yo los había menester, a dos bellacones que estaban sentenciados a galeras les dije: «Las galeras están en Génova, que es acercarse vuestro martirio; si os atrevéis a ponerme en una noche en tierra del rey, yo os sacaré de aquí con mucho silencio y sin ruido de dentro ni de fuera.»

     Ellos respondieron con grande determinación: «Y aun a los hombros sacaremos a vuestra señoría y antes que amanezca estará entre soldados españoles.» «Pues estad -les dije- mañana en la noche atentos, y en viéndome con las llaves en la mano acudid a vuestro remedio y el mío.» Alegráronse los pobres, y con grandes ansias deseaban ya que llegase la hora.

     Por la mañana dije al carcelero que trajese unos crisoles y cuantos callos de herradura pudiese hallar, que todas las había de convertir en oro, y que a la noche cuando toda la cárcel estuviese en silencio encendiese lumbre de carbón, sin que hubiese ningún testigo que nos pudiese denunciar. Él lo tuvo tan en cuidado que no dejó herrador ni muladar que no anduviese, y en llegando la noche me mostró tantos callos de herradura, que vendidos a libras podían aprovecharle mucho; encerró su gente y los demás presos, y los dos que me habían de ayudar se hicieron dormidos. Encendió su brasero, y puesto en silencio todo, saqué mis polvos y mostréselos, y pareciéronle del mismo oro.» «Pues mirad -le dije- qué cordial olor tienen»; y echéselos en la mano; él los llegó a oler, y yo con mucha presteza le di una palmada en la parte baja de la mano y saltaron en los ojos, cayendo él de la otra parte sin sentido, ni sin poder hablar. Cogíle las llaves, y los bellacones, que vieron el caso, acudieron luego; abriles las puertas, quedándose el pobre hombre sin sentido, y, sin que nadie nos viese, salimos de la cárcel y del pueblo, y a la mañana, habiendo pasado arboledas, sierras y barrancos dificultosos, me hallé en Alejandría de la Palla entre soldados españoles, que metían la guarda a don Rodrigo de Toledo, gobernador della.

     A los buenos galeotes les pareció que les había venido del cielo la libertad y fuéronse a buscar su vida. Yo me holgué en el alma de haber salido bien con mi intento, que aunque fue a costa del pobre carcelero, por la libertad todo se puede hacer. Yo fui esta vez como el demonio, que tienta a los hombres por la parte que más flaca siente en ellos: que él por la codicia y yo por la libertad nos concertamos muy bien, que es tan superior la codicia en los pechos adonde se halla -que son muchos- que los rinde a cualquiera flaqueza. Los bienes que por merecimientos, ruegos y comodidades no se alcanzan, en acometiéndoles por la codicia se rinden al gusto de ambas partes; los males que por violencia y estratagemas no se pueden hacer, en mostrando la codicia su amarillo rostro, se ablanda la dureza de los pechos de hierro. ¡Qué de fortalezas se han rendido, qué de lealtades se han quebrantado, qué de clausuras se han rompido, qué de castidades se han corrompido, acometidas con la codicia! Todos los vicios que a los hombres traen arrastrados dejan alguna consideración para lo venidero, si no es la lujuria y la codicia que cogen y ciegan todas las potencias del discurso; más fácil es de enfrenar la furia de un loco por castigo que reducir a razón la sed de un codicioso por consejo. Son los codiciosos como la esponja, que aunque chupa toda el agua de que es capaz, ni está harta ni se aprovecha della, y son tan furiosos en sus actos como la culebra hambrienta, que a todo acomete aunque sea un sapo que la hinche de ponzoña; que ni miran si es lícito o contra razón, que como sea engordar, a todo acometen, y creo es así, que tienen el castigo por sombra de su desatinada hambre. Como este miserable de carcelero, que por donde pensó ver su casa llena de oro quedó sin ojos para verlo. Dios mire por los codiciosos y los reduzga a la medicina que conserva la vida y aquieta la conciencia.

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