- MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, "La Ciencia Española bajo la Inquisición", texto editado por José Rodríguez, «Azogue», nº 2, Julio - Diciembre 1999, URL: http://www.revistaazogue.com

 

Marcelino Menéndez y Pelayo

LA CIENCIA ESPAÑOLA BAJO LA INQUISICIÓN

 

Capítulo tomado de: "La Ciencia Española: Polémicas, indicaciones y proyectos". Edición de Madrid: Imprenta Central a Cargo de Victor Saiz, 1879.

Los estudios de Menéndez Pelayo sobre historia de la alquimia están hoy muy superados por los historiadores de la ciencia. Sus opiniones sobre las relaciones con la alquimia de autores como Llull o Arnau de Vilanova son en muchos casos incorrectas, aunque las recojemos porque son un referente obligado para conocer el estado de las investigaciones en España durante el siglo XIX.

José Rodríguez


 

 

- I. -

Venecia 6 de Mayo de 1877.

     Sr. D. Alejandro Pidal y Mon. -Mi querido amigo: A tiempo llega el récipe de la Revista contemporánea. Ya comenzaba a impacientarme por el largo silencio de esos señores sabios. ¡Loado sea Dios, que al fin han resollado, y de veras! Ya no es el caballero de la Revilla quien entra en liza, sino su amigo conmilitón el caballero del Perojo, como si dijéramos, el de la ardiente espada o el de la triste figura. Tristísima la van haciendo ellos en este lance. Pero loado sea Dios una y mil veces, pues tengo otra vez enfrente a los perpetuos enemigos de la Religión y de la patria, y con ellos he de cruzar las armas,

      Aquí do la lanza cruel nunca yerra,

no con V., mi buen amigo, de quien sólo me separan diferencias relativamente mínimas y casi imperceptibles. A mí, como en ocasión semejante decía Caminero, me consuela y me anima la polémica con los impíos, al paso que me contrista y desalienta la discordia con mis hermanos. Demos, pues, de mano por un instante a nuestras rencillas domésticas, y acudamos a los bárbaros, ya que los bárbaros llaman a las puertas. Comencemos, pues, y que Dios nos ayude, pues sin él no hay principio ni obra buena.

     Si no mienten mis cálculos... astronómicos, el artículo del señor del Perojo tuvo (como ahora dicen) la génesis siguiente:

     Allá por Agosto del año pasado escribí, para refutar ciertas afirmaciones del señor de la Revilla, un articulejo que al señor de la Revilla le amoscó grandemente, y dio ocasión a aquel su célebre exabrupto, rotulado por mal nombre La Filosofía española.

     En el mismo número de la Revista contemporánea en que salió aquel portento, vino cierta notita al pie de unos cuadros de enseñanza alemana, en la cual nota (que sonaba como de redacción) hacíase causa común, o poco menos, con el señor de la Revilla. Desde aquel momento (y aunque me hubiesen faltado otros datos) no podía yo menos de considerar a la Contemporánea como publicación anti-española y órgano oficial de los negadores de nuestra ciencia. Y como la Contemporánea viene a ser el corazón y los ojos del caballero contrincante, que, después de todo, se gasta en ella honradamente su dinero, como otros en coleccionar cajas de fósforos, hubo de enojarse grandemente el señor del Perojo por lo que yo decía de aquella hija de sus entrañas, merced a la cual, y como per saltum, ha llegado él a jefe de cofradía y aún de escuela.

     En la misma carta a que aludo (y perdone usted la necesidad, ahora inevitable, de citarme a mí propio) tuve la desdichada ocurrencia de decir no sé qué respecto al elegante estilo y castiza frase de los contemporáneos, citando entre ellos a los señores Montoro y del Perojo, si la memoria no me es infiel. Con cuya inocente observación literaria bastó para que el segundo de estos caballeros, herido en lo que más le dolía, sin duda porque apunté bien, perdiese los estribos y comenzase a jurar y perjurar que haría y que acontecería, y que yo se las había de pagar todas juntas. Mas como por reparos de estilo no está bien romper la cabeza a nadie, y como por otra parte, hubiera sido soberanamente ridícula de parte suya una apología de sus méritos filológicos y literarios, húbose de contentar por entonces con el deseo de armarla, aleccionado, sin duda, por aquel rasgo sublime con que cortó la pelea el señor de la Revilla. Pero otra le quedaba en el cuerpo al director de la contemporánea, y tengo para mí que sólo le detenía el temor de dar con su réplica demasiada importancia a tan menguado antagonista.

     A pesar de lo cual, afanoso, y día tras día, iba cogiendo de aquí y de allí noticias, hechos y apreciaciones útiles para la grande empresa que meditaba, sin que dejase al propio tiempo de construir tal cual silogismo en bárbara, y vociferar, triviis et angiportis, en loor del triunfante esplendente señor de la Revilla

     Toda esta elaboración duró algunos meses, y aunque había recogido el señor del Perojo ripio de sobra para rellenar su torta, la torta no acababa de salir, por aquella maldita dificultad de la importancia. En esto aparecieron los dos excelentes artículos de usted sobre mi libro, y a tal aparición el señor del Perojo vio el cielo abierto; comprendió que podrá jugar por tabla, y sacó del horno la torta, calentita y abrasando.

     Resumen: 1.º El Sr. Perojo escribe contra mí por un pique literario, es a saber, porque dije mal de su estilo.

     2.º El señor del Perojo ha limado y lamido su nuevo parto durante cinco o seis meses por lo menos.

     3.º El señor del Perojo no quiere escribir directamente contra mí, por no darme importancia, y prefiere hacerlo contra usted, con la precaución (¡si será listo el mozo!) de elogiará usted mucho (no tanto como usted se merece ), y ponernos a Laverde y a mí a los pies de los caballos: item más, exagerando las diferencias que a unos de otros nos separan, con la sanísima intención de aislarnos. ¡Como si no tuviéramos bien entendida la treta, que, por lo demás, revela escasísimo ingenio!

     Tras estos preliminares, útiles para fijar la situación del Sr. Perojo en este lance, entremos a considerar punto por punto su lucubración, que tiene la friolera de 40 páginas en 4.º Necio sería yo si emplease otras tantas para refutarle. En su parto sietemesino el señor del Perojo ha echado el resto, ha dicho cuanto sabía y mucho más. Allí hay de todo.

         Botánica, blasón, cosmografía
  sacra, profana, universal historia;

     allí exposiciones de sistemas filosóficos, altas y encumbradas disquisiciones históricas, peregrinos apuntes bibliográficos, catálogos de todos los sabios del globo terráqueo, arranques oratorios dignos de fray Gerundio de Campazas. Para que sea un cumplido tratado de todas las cosas y otras muchas más, sólo falta un poco de espiritismo y otro poco de arte de cocina.

     El título es ya resonante y terrorífico: La ciencia española bajo la Inquisición. Si a esto se añadiesen una portada a seis tintas y algún grabado que representase un quemadero, el alegato sería mucho más convincente.

     Prescindiré casi del todo de las lindezas que de mí se dicen en el artículo. El enfadarse por tales cosas sería una inocentada propia del señor de la Revilla. Para mí no hay música más agradable que las insolencias racionalistas. Harta fuera mi desgracia si me aplaudiese el Sr. Perojo. Sería prueba indudable de que yo andaba dando por las paredes.

     Pase, pues, lo de la sociedad de socorros mutuos, como si los krausistas por un lado, y los contemporáneos de otro, no diesen los mejores modelos de tales sociedades. Entre los católicos puede haber exceso de benevolencia mutua; pero no abundan rasgos parecidos al siguiente: Anunció cierto día la Revista de Westminster, allá en la nonagésima plana, cerca de los anuncios de máquinas de coser, y de carne Liebig, que había recibido un librito español intitulado Ensayos sobre el movimiento intelectual de Alemania, del cual se deducía que el autor era un joven muy guapo y muy aprovechado, y muy al tanto del movimiento germánico, añadiendo que le daba gracias por su regalo. Todo esto dicho en cuatro líneas, a modo de suelto de La Correspondencia. Pues he aquí que cierta Revista, de la cual era director y propietario el autor del libro, reproduce a los pocos días, muy satisfecha y muy oronda, el encomio antedicho, precedido de un comentario suscrito por cierto amigo íntimo del autor empeñado en hacernos creer que aquella fórmula de cortesía era una glorificación y una apoteosis, sin duda porque estaba en lengua anglo-sajona. Si el Sr. Perojo sabe éstas y otras cosas, ¿por qué habla de sociedades de socorros mutuos?

     Que yo he buscado deliberadamente ocasión de camorras, tampoco es exacto. Yo no me acordaba del Sr. Azcárate, hasta que el Sr. Azcárate dijo que la intolerancia había anulado por tres siglos toda actividad intelectual en España; ni pensaba en el Sr. Revilla, hasta que el señor Revilla afirmó que la ciencia española era un mito; ni en el Sr. Salmerón, hasta que escribió todas aquellas barrabasadas en el prólogo del Draper. Esos señores fueron los que buscaron camorra al sentido común y a todo sentimiento patriótico, con sus destempladas negaciones. Yo no hice más que lo que debe hacer todo buen hijo cuando se ataca a su madre. En lo demás, soy enemigo de dimes y diretes, porque sé el tiempo precioso que se pierde en ellos. No he lidiado ni lidio más que por el honor literario de la patria.

     Al Sr. Giner no le he atacado nunca, y de los señores Montoro y Perojo he escrito una sola frase, que no llevaba sabor polémico, pero que al segundo se le ha atravesado en las entrañas. Y ciertamente que, si era injusta, no valía la pena de tomarla por lo serio, viniendo de tan oscuro escritorzuelo como yo.

     Dice el Sr. Perojo que yo buscaba ser sacado a pila por cualquiera de los ingenios a quienes atacaba. ¡Buenos padrinos me hubiera echado! ¿Y qué es eso de sacar a pila? ¿Será a fuerza de pila, como si dijéramos a fuerza de palanca? En tierra castellana se dice y ha dicho siempre sacar de pila.

     Niego que el Sr. Revilla dejase en el artículo de marras resuelta la cuestión de la filosofía española en modo alguno, y remítome sobre este punto a la contestación que entonces le di, y que el Sr. Perojo no se ha tomado la molestia de leer, como mostraré luego. Niego asimismo haber tergiversado los puntos que tocó el Sr. Revilla. Ésta es una de tantas afirmaciones sin pruebas como llenan el artículo del Sr. Perojo, que es largo, pero de poquísima sustancia.

     Que yo llevé inocentemente al Sr. Revilla a la polémica. El inocente será el que se dejó llevar. Años tiene y experiencia para que no le engañe un estudiantuelo inocente como yo. Y si inocencia fue el contestar primero, inocencia mayor fue callarse después. Pero todas estas inocencias tienen una explicación muy fácil que el Sr. Perojo, con su natural travesura, no dejará de vislumbrar.

     Entramos ya en la miga del artículo, y es forzoso proceder con más seriedad... digo, con la que consiente el argumento. A la manera de aquel abogado de los Litigantes de Racine, que comienza su arenga desde la creación del mundo, y va discurriendo por los babilonios, los persas y los medos, sin llegar nunca al asunto en litigio, el Sr. del Perojo toma también las cosas ad ovo, y con toda la seriedad de un doctor alemán cuando prorumpe en una perogrullada, nos enseña primeramente que la filosofía tiene siempre en su historia problemas que presenta al espíritu humano.

     Enunciado este descubrimiento, nos habla de los jonios, de los pitagóricos, de los eleatas, de Heráclito y su proceso (que será sin duda alguna causa criminal que le formaron los efesiacos, pues el vocablo proceso, así a secas, no tiene otra significación en castellano), de los eleáticos y su explicación (no dice de qué), de los sofistas con su imposibilidad de conocimiento y su demostración (como si imposibilidad de conocimiento y demostración entrasen en el mismo saco). Dice también (¡recóndita noticia!) que en la antigüedad encontramos a Sócrates, Platón, Aristóteles, tras de lo cual pone dos et cœtera, y termina con gran satisfacción: Toda época filosófica tiene, pues, su problema.

     Está bien, dice, al llegar aquí, el lector; pero de todo eso se deduce que la antigüedad tuvo no uno, sino muchos problemas filosóficos, y los tuvo de todas castas, unos cosmológicos, otros teológicos, otros morales, otros lógicos, pues nadie dirá que son uno mismo el problema de la fuerza y de la materia, y el problema de las ideas, el problema del conocimiento y el de la voluntad, etc. Yo sé bien, o por lo menos adivino, lo que el señor del Perojo ha querido decir. En la historia de la filosofía griega se distinguen generalmente, y con bastante aunque no con entera exactitud, tres periodos: el cosmológico, en que mecánicos y dinámicos quieren explicar a su modo la constitución del universo; el dialéctico o lógico, en que imperan los eleáticos y sofistas: el metafísico, que empieza con las escuelas socráticas, aunque Sócrates, por lo que de su doctrina alcanzamos, fue, más que todo, moralista.

     Repito que esta división es muy imperfecta; pero apoyado en ella el Sr. Perojo, ha querido decir que en cada época de la filosofía helénica predomina una tendencia sobre las restantes, lo cual, dicho así, es una verdad como un templo. Pero ha de advertirse que muchas de esas direcciones coexistieron, y que muchos de esos filósofos tendieron a resolver diferentes problemas y aplicaron su actividad a varias ramas de la ciencia. Y advierto esto, porque las ideas del Sr. Perojo, aunque confusamente expresadas, me parecen nacidas de un criterio pobre y estrecho que se empeña en encerrar la historia de la filosofía en un molde inflexible y reducirla a una especie de mecanismo, mediante el cual, en una época determinada, ha de plantearse tal problema y resolver tal cuestión, sin que pueda plantearse otro ni resolverse de distinto modo, cuando precisamente la historia demuestra que en todas las épocas se plantean todos los problemas y se resuelven bien o mal todas las cuestiones, y que nada hay nuevo debajo del sol, y que en el terreno filosófico no pueden presentarse ni resolverse más cuestiones que las presentadas y resueltas por la filosofía griega, a no ser que añadamos una nueva facultad al entendimiento humano o alteremos esencialmente sus condiciones. En filosofía no se concibe el progreso de la manera que los adversarios le entienden. Puede formularse en distintos términos el problema, puede trabajarse sobre los datos del conocimiento dando más importancia a unos que a otros, perfeccionando los métodos, haciendo aplicaciones etc., pero de ahí no se pasa.

     Formular un problema realmente nuevo es tan imposible como crear un sexto sentido. Lo que hacen los problemas es tomar una forma nueva en cada época; pero una de dos: o están bien puestos, y entonces son idénticos a los antiguos, o están mal puestos y son abortos de una mente enferma, nacidos de torcimientos y mutilaciones de la conciencia. La conciencia humana, una y entera, no formula más cuestiones que las que ha formulado siempre. Todas las ideas filosóficas (ha dicho un contemporáneo ilustre) pueden escribirse en una cuartilla de papel. Esa conciencia universal, verdadera piedra de toque para toda creación filosófica, es la que Vives proclamó en toda su amplitud, como iremos viendo.

     De lo expuesto se deducirá que yo no creo, como el Sr. Perojo, que la filosofía moderna tiene un problema propio y peculiar, sino que digo y sostengo que tiene los mismos problemas que la filosofía de todos tiempos. Y si no los tiene, no debe llamarse filosofía, sino aberración del entendimiento humano. ¿No tiene cada facultad humana su objeto propio? ¿Han variado estos objetos desde Platón y Aristóteles hasta nosotros? Pues si son los mismos, aún suponiendo que se hayan perfeccionado las facultades cognoscitivas, éstas habrán llegado a ver con más claridad y precisión sus respectivos fines; pero no a crear otros nuevos.

     Y no variando la facultad ni su objeto, el problema sigue planteado de la misma manera que para los griegos, y así estará hasta el fin del mundo, si Dios no nos infunde sobrenaturalmente nuevos medios de conocer, o algo por el estilo.

     Y en efecto, el problema que el Sr. Perojo supone propio y exclusivo de la filosofía moderna, a saber, el conocimiento de las cosas mediante nuestras solas facultades, lejos de ser nuevo, es el más viejo de la tierra, es el que debió proponerse el primer hombre que filosofó... ¿qué digo? nuestro padre Adán cuando abrió los ojos en el Paraíso: es la definición y la esencia misma de la filosofía. Mediante nuestras solas facultades, ¿qué quiere decir esto? ¿Rechazando el yugo de la autoridad? ¿Pues no lo hicieron todos los pensadores griegos que fueron cabezas de sectas? ¿No lo hicieron asimismo muchos escolásticos? ¿Qué filósofo, que lo haya sido de veras, ha reconocido en el campo puramente filosófico otro medio de conocer que las facultades humanas? La proposición del Sr. Perojo es, o una perogrullada, o un error muy común en los filósofos de su temple. Es un error, si el desprecio a la autoridad y el examen individual se entienden en el sentido absurdo de que cada cual, por su cuenta y riesgo, como si nadie hubiera pensado m discurrido antes, construya, como dicen los krausistas, su propia ciencia, cual si hubiese una ciencia al gusto de cada consumidor. No; la conciencia individual, que es siempre imperfecta y está siempre oscurecida por el predominio de una facultad sobre restantes (de lo cual nace la diferencia personal), debe acrisolarse y purificarse en la conciencia universal, en la conciencia histórica, que pocas veces yerra ni sufre mutilaciones. De ahí la justa importancia de las grandes doctrinas y de los grades nombres en la indagación filosófica.

     Por lo demás, repito que, antes de la filosofía moderna, estaba reconocida universalmente la necesidad del racionalismo en metafísica. Nadie la había afirmado con más brío que San Anselmo. Y algunos escolásticos habían pasado más allá del justo límite, extendiendo la razón a donde no puede llegar. Tal fue el pecado de Abelardo.

     Cita el Sr. Perojo unas palabras que atribuye a Vives y que le parecen encerrar esa proclamación del libre examen: «Nada rebaja más el espíritu humano que la costumbre de pensar por otro, y de conceder a la autoridad lo que sólo a la razón corresponde.» Realmente Vives condena en un pasaje que cité en otra ocasión el auctoritate sola acquiescere, et fide semper aliena accipere omnia;» pero no basta citar estas palabras, sino parar mientes al sentido en que Vives, fervoroso católico, las toma. Más adelante volveré sobre esto.

     No es exacto que la filosofía moderna, al dar su primer paso, sea dogmática. Al contrario, presenta un carácter crítico, y muchas veces escéptico. Pero todas estas son generalidades que pierden mucho de su fuerza, puestas en cotejo con la realidad de los hechos. Entre los filósofos del Renacimiento los hay críticos como Vives; dogmáticos, como los peripatéticos clásicos, y los mismos neo-platónicos de Florencia; escépticos, como Sánchez, Montaigne, Charrón y alguno más: en una palabra, los hay de todas castas y condiciones. Es absurdo el empeño de ponerlos a todos en fila, como reclutas, y hacerlos dogmáticos a la fuerza, sólo porque así nos viene bien para la clasificación, y porque así se retrasa el criticismo hasta la época de Kant.

     Establece el señor del Perojo las dos direcciones principales e indudables del pensamiento moderno, la baconiana y la cartesiana, el empirismo y el psicologismo o idealismo que él dice.

     Pero no han de olvidarse varias cosas: primero, que las dos direcciones existen desde que hay filosofía en el mundo; segundo, que la doctrina de la conciencia o razón universal proclamada por Vives (como el mismo Sr. Perojo reconoce), está por cima de la una y de la otra, porque dentro de ella caben entrambas; tercero, que Bacon y Descartes no hicieron más que recoger, cada cual por su parte, mermada y como Dios quiso, la herencia de los filósofos españoles e italianos del siglo XVI.

     El señor del Perojo nos hace un cargo tan injusto como gratuito, suponiéndonos ignorantes de lo que él llama proceso histórico de la filosofía moderna. Imagina además que la historia de la filosofía española, como nosotros la concebimos, contradice a ese proceso. Para contestar a estas afirmaciones, no necesito más que remitirle a la brillante carta con que mi buen amigo Laverde encabezó mis Polémicas. Allí verá de qué manera entroncamos nosotros con Vives el movimiento filosófico moderno. Allí verá que «Bacon, exagerando la inducción proclamada por Vives, paró en el empirismo, y engendró a Locke, como Locke a Condillac, y Condillac a Destutt-Tracy y a Cabanis.» Allí leerá asimismo, que «Descartes, tomando de los vivistas españoles (no precisamente de Vives) su racionalismo, pero sin atenuación ni límites, y dejando al descubierto altas verdades, abrió conscia o inconscientemente la puerta a todos los idealismos posteriores.» Y allí, finalmente, escribió mi docto amigo que «Reid, huyendo del escepticismo sensualista de David Hume y no acertando a salir del sentido común ni a desprenderse de las reminiscencias baconianas, creó un empirismo psicológico, sabio y fecundo, pero estrecho, que a su vez extremó Hamilton desterrando de la filosofía toda especulación acerca de lo absoluto e incondicionado.»

     Todo esto, y algo más, dijo Laverde; y si el señor del Perojo hubiera leído aquella carta, se hubiera ahorrado el trabajo, bien inútil, de escribir algunas páginas y repetirnos cosas que sabe cualquier alumno de segunda enseñanza. De Hobbes ni de Berkeley no habló entonces mi amigo, porque no venía a cuento. Ni tampoco es muy oportuno en el artículo del Sr. Perojo aquello de «¿Quién será tan insensato que pretenda introducir en la evolución de la escuela de Bacon un nuevo aspecto, una nueva forma?» Nadie pretende semejante cosa: lo que decimos y afirmamos es que la historia de esa escuela no empieza donde debe empezar; pues prescindiendo de sus antecedentes en la antigüedad y en los tiempos medios, no cabe desconocer que lo que se llama baconismo es una mera disgregación de la escuela de Vives, como probé en la carta contra Revilla y repetiré luego; y es indudable asimismo que con Telesio y Galileo tiene el empirismo un verdadero proceso (como diría Perojo) en Italia. No decimos, por tanto, que la historia de la filosofía baconista no tenga pies, sino que le falta cabeza.

     Sigue el señor del Perojo exponiendo a sus anchas los sistemas cartesianos y desarrollando todo lo que aprendió en Heidelberg de la historia de la filosofía.

     Pero como la historia de la filosofía no salva a nadie de cometer solecismos, el señor del Perojo da un batacazo tremendo en aquello de la causa efficientis, que (según el latín que yo aprendí en la Montaña) debe ser causa efficiens. Y, ciertamente, que para hacer una concordancia vizcaína, poniendo en genitivo lo que ha de ser nominativo, no era preciso gastar tanta prosa.

     En la página siguiente el Sr. Perojo comete la debilidad de llamar filósofos a Voltaire, La Mettrie, Holbach y otros pobrecillos del siglo pasado, que fueron cabalmente la caricatura más perfecta de la filosofía. Verdad es que también el señor de la Revilla llamó filósofo a Rabelais. ¿Y por qué no al Aretino, y al autor de La lozana andaluza, y a Beroaldo de Verville? Allá se van todos en punto a filosofía, y no sé por qué ha de ser preferido el cura de Meudon.

     Luego nos anuncia el Sr. Perojo la aparición de Kant en estos retumbantes términos: Kant fue la involución de la evolución de la filosofía. No diría otro tanto Feliciano de Silva, y tengo para mí que este rasgo había de dejar patitieso al Dr. Miguel de Silveira, pues en todo su Macabeo no hay mayor embrollo. Verdad es que el señor del Perojo habla aquí en términos hegelianos. ¡Bendito sea el lujo y quien lo trujo! es decir, ¡quien nos trajo esta sal a Castilla! ¿Ha terminado el Sr. Perojo sus preliminares? No, que ahora habla de Kant, y dice que fundió las dos direcciones en que venía dividido el pensamiento humano, como si nadie las hubiera fundido antes, y truena luego contra los que confunden el criticismo con el escepticismo, error en que no sé quién habrá podido incurrir. Lo que dicen muchos, y pienso que con razón, es que el criticismo kantiano (que es cosa muy distinta de la crítica, la cual es en el mundo harto más antigua que Kant), si no es el escepticismo puro, es el camino mas derecho para llegar a él, a poca lógica que pongamos en la mollera del raciocinante. Kant salvó, como pudo, las consecuencias de la crítica de la razón pura en la crítica de la razón práctica; pero los remedios de ésta han parecido generalmente paños mojados, cuando no contradicciones palmarias.

     Pero todo esto, dirá usted, viene tanto al asunto, como las coplas de Calainos, o la glosa de la mal maridada. Y yo le confesaré que tiene razón; pero la culpa es del señor Perojo, que se ha empeñado en demostrarnos que posee toda la dosis de filosofía necesaria para aspirar al grado de bachiller en artes. Ahora que estamos plenamente convencidos de ello, a pesar de aquel lapsus de latinidad notado más arriba, veamos si entra en harina. Y van ya nueve páginas de las 40.

     Pues tampoco en la décima encontramos nada de provecho, sino la afirmación, muy verdadera, de que las ciencias florecieron extraordinariamente durante la antigüedad y en los tiempos medios en nuestro suelo, y la afirmación falsísima, y destituida de pruebas, sin duda por economía, de que la Inquisición paralizó este movimiento, ensañándose con toda clase de hechos (¿qué será esto de ensañarse con un hecho?) que en algo manifestaran actividad e independencia. Y no deja de añadir que el Santo Oficio encontraba en cada pensador u hombre científico un hereje contaminado con los sacrilegios que por el mundo se estaban propagando.

     El señor del Perojo, que tanto aparato científico ha desplegado hasta aquí, se pone ahora sencillamente al nivel de cualquier orador progresista. A todas esas absolutas sin pruebas, que vienen después de medio siglo de trabajos históricos que demuestran lo contrario, se contesta en dos palabras por el método de Scalígero en su controversia con Cardano, poniendo donde dice no, y no donde dice sí. De todas esas declamaciones inquisitoriales me he hecho cargo repetidas veces, refutando a los Sres. Azcárate, Salmerón y Revilla: al analizar mis cartas ha hecho usted de nuevo la debida justicia de ellas; y, no obstante, como si nada hubiera pasado ni nada se hubiera dicho, el señor del Perojo, sin invalidar uno solo de nuestros datos, una sola de nuestras afirmaciones, vuelve, tan fresco, a despotricar como sus adláteres. Esto será procedimiento neo-kantiano, pero no racional ni lógico. Ciertamente que si algo hubiera capaz de desalentar a quien sólo trabaja por la verdad y la justicia, y espera y confía que la justicia y la verdad triunfen siempre, sería esa terquedad sin ejemplo con que, a pruebas y a hechos cien veces alegados, se responde, por todo argumento: no, porque no.

     ¿Es esto la ciencia moderna? ¿Se concibe que en 1877 se haya escrito, para afrenta de la cultura española, un párrafo del tenor siguiente:

     «No hay más que recorrer las páginas del sangriento libro del martirologio español, para advertir cómo al primer paso de un talento extraordinario, a la primera creación de un espíritu reflexivo, acudía presurosa la Inquisición a extinguir con el fuego de las hogueras toda su obra... ¡Cuántos hombres ilustres tuvieron que sucumbir!... Larga sería la lista de científicos que perecieron en las hogueras de la Inquisición?»

     Y yo ahora, con la conciencia tranquila, seguro de la verdad y de la razón que sustento, pido al Sr. Perojo las pruebas de todo eso; le pido, es más, le ruego que me nombre un sabio, un solo sabio español que pereciera en las hogueras inquisitoriales. ¿Dónde están? Yo no los veo. Las víctimas de la Inquisición pueden distribuirse del modo siguiente:

     Judaizantes: Todos gente oscura: ni un solo nombre ilustre entre ellos. Algunos dicen que Menaseh ben Israel fue atormentado; pero es falso. El atormentado fue su padre, mercader de Lisboa y hombre sin letras. El único judaizante literato que, según mis noticias, padeció tormento fue David Abenatar Melo, mediano traductor de los Salmos. Pero nadie le persiguió por poeta, sino por judaizante. La Inquisición de Portugal quemó a principios de este siglo (cuando en el resto de la Península apenas se quemaba a nadie) a otro judío dramaturgo, Antonio José da Silva. Científicos, cero. Entre los conversos y los judaizantes hubo hombres de gran valía; pero nadie les persiguió mientras fueron cristianos, a lo menos en apariencia. Isaac Cardoso, Isaac Orobio de Castro y otros muchos, después apóstatas, habían alcanzado en España honores y reputación, desempeñando hasta cátedras en nuestras Universidades, sin que fuera obstáculo la mancha de su origen. Es más: en España imprimieron libros filosóficamente muy atrevidos, y nadie les fue a la mano, ni los quemó, ni los puso en el índice.

     Moriscos: Gente indocta todos. Los que algo sabían, como Miguel de Luna y Alonso del Castillo, vivieron en paz con los cristianos, y lograron hacer su agosto. Quemados, cero. Atormentados, ídem.

     Protestantes: Ni uno sólo de los que algo valieron fue chamuscado por la Inquisición. Juan de Valdés murió tranquilo y sosegado en Nápoles. A Servet le tostó Calvino. El doctor Constantino Ponce de la Fuente murió en las cárceles, y lo que quemaron fue su estatua. Juan Pérez, Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera, etc., anduvieron casi toda su vida por el extranjero. Ninguno de ellos era un sabio del otro jueves. Total de sabios protestantes quemados, cero.

     Nigromantes y brujas: No creo que los sabios abundasen en el aquelarre de Zugarramurdi. De nigromantes doctos sólo se procesó (que yo recuerde) al Dr. Torralba, que era un loco de atar. Así lo entendió la Inquisición, y por eso no perdió el tiempo en atormentarle ni en quemarle.

     Alumbrados, confesores solicitantes y otros excesos. Tampoco en esta sección parece ningún sabio. Dios nos tenga de su mano.

     Procesos políticos de Aragón. Ídem id.

     Resumen de todo: la Inquisición de Portugal quemó a un judío, que hacía sainetes, no por hacer sainetes, sino por haber judaizado.

     La Inquisición de Valladolid quemó a un predicador de fama, llamado el Dr. Cazalla, por haber esparcido el luteranismo en aquella ciudad.

     La Inquisición de Sevilla quemó los huesos de otro predicador famoso, por igual causa.

     Tenemos, pues, que el sangriento martirologio de más de cinco siglos, desde fines del XIII, en que entró la Inquisición en Cataluña, hasta principios del XIX, se reduce a tres, por mejor decir, a dos hombres, un poeta dramático y un predicador, entrambos medianos, y sin los cuales se pasaría muy bien nuestra historia literaria. De Cazalla ni aún sabemos que imprimiera nada, por lo cual nadie le nombra, sino los que escribimos de herejías. A Antonio José le ha dado alguna fama su trágico fin; pero sin la circunstancia de haber trabajado para un teatro tan pobre como el de Portugal, maldito si representaría nada en la historia de las letras.

     Que entre las gentes castigadas en diversos conceptos por la Inquisición podía haber muchos sabios inéditos, como el poeta D. Pánfilo, ni lo niego ni lo afirmo. Pero esto es bueno para dicho en la elegía de Gray sobre el cementerio de una aldea, no para aducido en una discusión científica. Ni es cierto que la Inquisición anduviese a caza de sabios para tostarlos. La Inquisición, como todo tribunal, se componía de hombres, y, según las ocasiones, procedió más o menos rectamente, pero nunca con esa intención deliberada y sistemática de matar el pensamiento, a no ser que por pensamiento se entienda únicamente el pensamiento heterodoxo.

     Pues ¿qué diremos de esos famosos procesos con que siempre se da en cara a los defensores de la Inquisición? La Inquisición procesó a Carranza, porque Carranza había enseñado proposiciones de sabor luterano. La Inquisición procesó a Damián de Goes, porque Damián de Goes era protestante. Pero no procesó al primero por teólogo, ni al segundo por humanista; como en el siglo pasado no procesó a Anastasio da Cunha por matemático, sino volteriano. Pero ¿a qué prolongar esta reseña? De otros procesos he hablado más de una vez, y no quiero repetirme. El del Brocense fue una cuestión de escuela: era ramista, y se contra él los aristotélicos salmantinos. La Inquisición, para hacerlos callar, le llamó a su tribunal tres veces; pero no le impuso castigo alguno. Lo de Fr. Luis de León fue cuestión más honda; sus acusadores nos eran gente vulgar, y por eso duró tanto la causa; pero ni Bartolomé de Medina ni León de Castro pudieron impedir que se hiciese la luz y se reconociese la inocencia del procesado. Hay otros procesos que son (como diría el señor de la Revilla) verdaderos mitos: en esta categoría coloco los que se suponen fulminados contra Fr. Luis de Granada, Pablo de Céspedes, Arias Montano, el P. Sigüenza, y no sé cuántos más; procesos que nadie ha visto y que, según toda probabilidad, no han existido nunca sino en la imaginación de Llorente, que convertía en procesos la más insignificante referencia, el más leve registro que encontraba en los libros de la Suprema. Esos que él llama procesos fueron acusaciones frustradas, que ni la Inquisición ni tribunal alguno del mundo puede impedir.

     Si la Inquisición no extinguió el pensamiento con hogueras ni con potros, ¿de qué otra suerte ejerció su maléfica influencia? Con la prohibición y expurgo de libros, se dirá, aunque no lo dice el señor del Perojo. Otra preocupación infundada. Los libros que la Inquisición podía condenar, se reducen a las clases siguientes:

     1.º Libros de la antigüedad, ya pecarán de obscenos, ya contuvieran errores anticristianos. La inquisición los permitió todos «propter elegantiam sermonis». Prohibió únicamente que se enseñasen en las aulas los poetas demasiado eróticos, y vedó asimismo una o dos traducciones en lengua vulgar.

     2.º Libros licenciosos modernos, especialmente italianos y españoles. Prohibió algunos, pero sin proceder con excesivo rigor en este punto. En los que eran modelos de lengua y de estilo, mandó borrar sólo ciertos pasajes. Por lo demás, en todo lo que toca a amena literatura, pecó más bien de laxa que de rígida, como todo el mundo confiesa.

     3.º Libros protestantes. Prohibió todos los que llegaron a su noticia, e hizo perfectamente.

     4.º Libros de filosofía y ciencias escritos por españoles. No prohibió ninguno. Quitó en el libro de Huarte un capítulo sobre el temperamento de Jesucristo, y con él algunas frases de sabor excesivamente materialista. Las expurgaciones en el libro de Doña Oliva fueron de poca monta. Fue expurgado asimismo un discurso de Ambrosio de Morales, en que el cronista pretendía demostrar que las estrellas tienen poderío sobre todo el hombre. ¡Esta es toda la persecución contra nuestra filosofía!

     5.º Libros de filosofía, escritos por extranjeros. No prohibió casi ninguno, ni siquiera la Ética de Espinosa.

     Y no se diga que las doctrinas de Bacon, Descartes, Gassendi, etc., eran desconocidas en España, pues afortunadamente quedan los libros de Isaac Cardoso, Caramuel y otros, en que están expuestas, y aún comentadas y defendidas. Esto por lo que hace al siglo XVII. En el XVIII, muy a principios, el P. Tosca enseñó, sin que nadie le pusiese trabas, el gassendismo, y hasta tuvo muchos discípulos. Por el mismo tiempo, el P. Feijóo y otros ensalzaban sin reparo a Bacon.

     A la entrada del cartesianismo no se opuso la Inquisición en manera alguna. Prohibió todos los libros materialistas o impíos del siglo pasado, e hizo muy bien, y merece alabanzas por ello.

     6.º Libros de mística. Recogió o mandó expurgar los que encerraban doctrinas de alumbrados y quietistas, o los que mal interpretados por el vulgo ignorante podían conducir a tales errores. Por eso se prohibieron temporalmente algunos de Fr. Luis de Granada y otros varones piadosísimos y hasta santos. Pero pasado el peligro, o hechas las oportunas correcciones por los autores, volvieron a circular sin trabas, coincidiendo esto con el mayor desarrollo y esplendor de nuestra mística.

     7.º Libros de nigromancia, hechicería, etc. Obró cuerdamente en vedar tales simplezas.

     Ésta es, reducida a breves términos, la historia de las persecuciones y prohibiciones inquisitoriales. Con esto sólo queda reducida a humo toda la argumentación del señor del Perojo. Y cuenta que, para hacerlo, no he tenido que acudir a datos recónditos, sino repetir noticias que sabe todo bibliófilo, algunas de las cuales fueron ya presentadas con análogo intento por mi erudito amigo D. Adolfo de Castro en una ocasión semejante.

     Si después de estas demostraciones de hecho, y de las que añadiré cuando sea necesario, continúa el señor del Perojo hablando de los sabios quemados y de otras vulgaridades por el estilo, tolerables sólo en una gacetilla, yo tendré el derecho de encogerme de hombros y dejarle por incurable. A lo más, aplicaré el procedimiento de Scalígero, que, para ahuyentar a todo género de tábanos literarios, es probado.

     No me tache el señor del Perojo de duro ni de incisivo. Vim vi repellere licet. Lo cual en castellano quiere decir que donde las toman, las dan. Su artículo, por el bulto, ya que no por la sustancia, merece que le dediquemos una segunda carta. En ella llegaremos a la cuestión capital, a la filosofía española. Harto persuadido estoy de que nada de cuanto yo diga ha de hacer mella en la dura cerviz de esos señores, pero puede convencer a otros que piensan y raciocinan, aunque no son neo-kantianos.

     Quedamos, pues, en la sección tercera del artículo perojino. La síntesis de lo que llevamos recorrido es ésta: «Larga sería la lista de los hombres de mérito científico que perecieron en las hogueras de la Inquisición.»

     La síntesis de lo que yo he contestado es esta otra: «Ningún hombre de mérito científico, fue quemado por la Inquisición.»

     Yo he demostrado la mía. La del señor del Perojo está sin pruebas. Búsquelas, y se lo agradeceré en el alma.

     Quedo borrajeando la segunda carta.

     Suyo siempre buen amigo

M. MENÉNDEZ PELAYO.

 


- II. -

Venecia 8 de Mayo de 1877.

     Sr. D. Alejandro Pidal y Mon. -Charissime: Tras breve descanso vuelvo a la comenzada y enojosa tarea, es decir, a la disección anatómica del engendro perojino. Estábamos en la sección 3.ª, folio 336, en que el discípulo de Kuno Fischer pregunta: ¿Es sostenible que hayamos tenido filosofía española? Desde luego puede usted imaginarse cómo resolverá la cuestión; pero siendo infinitos los modos de errar y de hacer las cosas mal, el señor del Perojo yerra de distinto modo y por diverso camino que el señor de la Revilla y los demás. Elige posición opuesta y trae al combate nuevas armas, que él cree de finísimo y bien templado acero toledano, pero que son realmente de mala y quebradiza hoja de lata.

     Empieza por decir que el desarrollo de la filosofía moderna, desde Bacon y Descartes hasta Kant, es próximamente el tiempo mismo del dominio de la Inquisición, por lo cual, en su concepto, no pudieron filosofar los españoles. Ahora echemos cuentas: la Inquisición nace en el siglo XIII como protesta e instrumento contra la herejía albigense; sigue dominando en Cataluña durante los siglos XIV y XV, y a fines de éste se establece en Castilla, donde dura tres siglos justos. Total de dominio de la Inquisición en una u otra formas con tribunales más o menos regulares, pero siempre activos e independientes de la jurisdicción episcopal: cinco siglos. No se pierda de vista el dato, porque es importante. Ni se diga que en las dos primeras centurias la Inquisición estuvo reducida a una parte sola del territorio, pues cabalmente era entonces Cataluña lo mejor y más ilustrado de España y lo que más participaba del general movimiento europeo. Ni se alegue tampoco que esa Inquisición fue benigna y tolerante, pues vemos a aquellos buenos dominicos, entre los cuales se distinguió Eymerich, perseguir y condenar implacablemente todo vestigio de heterodoxia. Así fueron sucesivamente castigados con penas espirituales y temporales los herejes siguientes, y alguno más que ahora omito: Albigenses: Durán de Baldach y otros. Valdenses: Pedro Oler, cabeza de los Begardos; Arnaldo de Villanova, Jacobo Justi y sus discípulos, también Begardos; Berenguer de Montfalcó, Raimundo de Tárrega, Nicolás de Calabria y Gonzalo de Cuenca, Bartolomé Janoesio, fray Arnaldo de Montaner. Todos estos procesos son de corifeos de herejías. Quizá no tuvo que instruir tantos la Inquisición castellana en todo el tiempo de su influencia.

     El modo de proceder de esta Inquisición está expuesto en el famoso Directorium de Eymerich. Tampoco se puede decir que faltasen tizonazos. Pedro Oler y Fr. Bonanato fueron quemados en Barcelona; Durán de Baldach lo fue en Gerona; los cadáveres de Guillermo Gelabert, Bartolomé Fuster y otros herejes fueron entregados a las llamas en Valencia. Nicolás de Calabria, fanático rabioso, pasó al brazo secular en Barcelona, y no hay que preguntar cuál fue su suerte. Esos dos siglos de Inquisición dura y constante debían, según los adversarios, extinguir toda actividad; pero como la historia se empeña en ser ultramontana, nos dice (¡qué lástima!) que durante esos 200 años fueron el pueblo más rico, ilustrado y feliz de la tierra. Disfrutaban de libertad política; tenían una industria para aquellos tiempos muy respetable; el comercio de Barcelona competía con el de las más florecientes ciudades italianas; sus armas triunfaban en todas partes; el terror de su nombre penetraba hasta el remoto Oriente; los peces no se atrevían a moverse sin llevar las barras en sus escamas, y, en fin, aquel pueblo gigante engendraba al mismo tiempo reyes del temple de Pedro III, de Pedro IV y de Alfonso V; filósofos como Raimundo Lulio; médicos de la casta de Arnaldo de Vilanova; alquimistas al modo de Raimundo de Tárrega; historiadores como Desclot y Muntaner; poetas como Mosén Jordi y Ausias March; novelistas como, Juan de Martorell, y juristas y teólogos, y cuanto puede engendrar una potente raza en todo el vigor de la juventud y de la vida. 200 años de Inquisición deben de bastar para matarlo todo, y sin embargo, a medida que el tiempo pasa, el movimiento crece, y Cataluña cierra ese periodo abriéndose en cuerpo y alma al Renacimiento, que entra en el arte con el petrarquismo de Ausias March y con las imitaciones ovidianas de Mosén Ruiz de Corella, y entra en la ciencia filológica con los humanistas de la corte de Alfonso V. Cuando Cataluña se une a la España central, no trae un solo síntoma de decadencia, a pesar de las dos centurias inquisitoriales.

     Establécese la Inquisición en Castilla (y no mucho después en Portugal), y comienza la segunda y más famosa época, el tercer siglo de Inquisición, el XVI. En él no hubo opresión alguna para la ciencia, lo he mostrado en la carta anterior; hubo sí mucha persecución de judaizantes, menor de moriscos, alguna de protestantes, casi nada de brujas, y mucha de malos clérigos, en lo cual la Inquisición se mostró severísima y cooperó a la gran reforma iniciada a fines del siglo XV por la Reina Católica y por Cisneros. En este periodo, que abraza todo el siglo XVI, fue políticamente España la primera potencia de Europa. Si descendió de este rango no fue por la Inquisición, sino a consecuencia de la lucha generosa y desesperada que, en cumplimiento de un deber sagrado como católicos y como españoles, sostuvimos contra el torcido espíritu de la época y contra media Europa coligada en defensa de la Reforma. Fuimos, a la postre, vencidos en la liza, porque estábamos solos; pero hicimos bien, y esto basta: que las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito. España, en ese siglo, fue el brazo de guerra del Catolicismo en todos los campos de batalla de Europa. En la política interior cometimos desaciertos o aciertos, de que en manera alguna es responsable el Santo Oficio, a quien sólo a última hora empleó como instrumento Felipe II, cuando las alteraciones de Aragón.

     Pues en lo relativo al desarrollo intelectual de esa era, ¿quiere el Sr. Perojo que (para no repetir lo que tengo dicho noventa veces) condense en dos docenas de nombres, de todos sabidos, nuestras grandezas científicas? Pues elija los siguientes:

     Teólogos. Fray Luis de Carvajal, que renovó del todo el método y la forma en su libro De restituta Theologia, uno de los más bellos que produjo el Renacimiento. -Alfonso de Castro, cuyos libros De hœresibus han sido por más de dos siglos la única autoridad en la materia, y hoy mismo son de provecho grandísimo para teólogos y no teólogos, por lo rico y portentoso de la doctrina, y lo maduro y reposado del juicio. -Diego Láinez, primera gloria de la Compañía de Jesús, después del fundador. -Salmerón, oráculo de Trento, y expositor de la Escritura, puesto hoy mismo en las nubes por todos los que entienden de esto. -Maldonado, restaurador de la enseñanza teológica en París, uno de los más grandes teólogos que han existido, encomiado a porfía por católicos y protestantes. -Domingo de Soto, cuyos libros De natura et gratia constituyen el ataque más terrible que el luteranismo padeció en toda aquella centuria. -Melchor Cano, de quien basta el nombre. -Molina, padre del congruismo. -Suárez, Valencia, Vázquez...

     Pero no quiero seguir, porque para el señor del Perojo, todo esto será paja. Sus grandes teólogos serán el zapatero Jacobo Boehme y aquel Schleiermacher, que decía (sin que le llevasen a un manicomio, porque en Alemania se oyen cosas muy raras): «Ofrezcamos un rizo de nuestros cabellos a los manes del Santo Espinosa» (o Spinoza, como diría el Sr. Perojo). A la profundidad y elocuencia de ese rasgo, nunca llegó ciertamente la teología de Domingo de Soto ni la de Melchor Cano.

     Escriturarios. El nombre sólo de Arias Montano basta para llenar un siglo, y es por sí tan grande como el de cualquiera de esos luminares de las ciencias de la materia, que para el señor del Perojo parecen ser las únicas en el mundo. Pero España posee una larga serie de cultivadores ilustres de las ciencias bíblicas, serie que empieza con los colaboradores de la Políglota Complutense, «y con aquel Diego López de Estúñiga que tan malos días y tan malas noches hizo pasar a Erasmo, y termina, bien entrado el siglo XVII, con Pedro de Valencia y Fr. Andrés de León.

     Místicos. ¿Quién no conoce a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa, a Fr. Juan de los Ángeles, a Malon de Chaide...? El Sr. Perojo es muy dueño de preferir a los místicos alemanes, que probablemente no habrá leído. Nosotros nos quedamos con los nuestros, y creo que ganamos en el cambio. Así como así, en la redacción de la Contemporánea está el Sr. Revilla, a cuyo juicio nuestros místicos son quizá los primeros del mundo. Allá ajusten el señor del Perojo y el Sr. Revilla estas cuentas. Yo quito el quizá, a pesar del respeto que tengo a San Buenaventura, y sigo adelante.

     Juristas. A los dos grandes luminares de la jurisprudencia extranjera en la época del Renacimiento, que son Alciato y Cujacio, opone la España inquisitorial del siglo XVI, sin desventaja alguna otros dos: Gouvea y Antonio Agustín. Los de segundo orden no tienen cuenta. En otro género de disquisiciones, Victoria, Soto, Molina, Suárez y Baltasar de Ayala fundan (puede decirse) el derecho de gentes. No lo digo yo: lo indicó ya Brucker, respecto a Francisco de Victoria. Lo han afirmado de los restantes: Mackintosh, en la Revista de Edimburgo, Weathon, en la Historia del derecho natural. Creo, no obstante, que exageraron un poco. Algunos de esos autores son tomistas, y en Santo Tomás bebieron los fundamentos de la doctrina que maravillosamente desarrollaron. Pero es indudable que en la constitución de ese derecho, como ciencia separada, precedieron a Grocio, Puffendorff, etc., los españoles.

     Médicos. El Sr. Revilla dijo ya que la nulidad de la ciencia española no se entendía de este ramo del saber. El señor del Perojo tampoco ha insistido en semejante punto y ha hecho bien. Bastarían Laguna y Vallés, Mercado y Valverde para poner muy alta la ciencia médica española de los tiempos inquisitoriales.

     Humanistas. No se interrumpe la serie en todo el siglo XVI. Si el señor del Perojo quiere saber algunos nombres, vaya a mis Cartas polémicas. Entre tanto, le citaré sólo a Antonio de Nebrija, Juan de Vergara, Fernán Núñez Pinciano, Lorenzo Balbo, Arias Barbosa, Andrés Resende, Pedro Juan Núñez, Antonio Agustín, Álvar Gómez de Castro, Juan de Verzosa, Antonio Lull, Alfonso García Matamoros, Aquiles Estaço, Francisco Sánchez de las Brozas, Juan Luis de la Cerda, Vicente Mariner... y mil más, cuantos quiera, que no me duelen prendas en el asunto, y estoy dispuesto a darle un compendio de la vida y milagros de cada uno.

     Crítica histórica. Sienta las bases Juan de Vergara. Continúan su obra Foxo Morcillo, el aragonés Costa, Ambrosio de Morales, Luis Cabrera, Fr. Jerónimo de San José. Esta ciencia sólo llega a cumplida sazón a fines del siglo XVII, como a su tiempo veremos. En cuanto a lo que hoy llaman filosofía de la historia, uno de cuyos fundadores, juntamente con San Agustín, fue nuestro Orosio, algo y aún mucho puede aprenderse en el admirable prólogo de Fr. José de Sigüenza a su Vida de San Jerónimo.

     Nada digo de otras ciencias como la Estética, cuya Historia en España trazaré en su día con la mayor copia de datos que me sea posible, no siendo pocos los que ya tengo recogidos.

     Literatura. Es excusado hablar de ella, porque nadie niega su prodigioso desarrollo a pesar de la Inquisición; antes bien, el Sr. Revilla la considera como válvula abierta a las expansiones del genio nacional. Sólo diré que en ese siglo nace y se acrisola la prosa didáctica, se perfecciona la histórica, llega la poesía lírica a su mayor auge con Fr. Luis de León y Herrera, obtiene inusitado cultivo en variadas formas la novela, y crece y se agiganta por días el teatro, a pesar de las trabas que alguna vez le opuso la Inquisición, prohibiendo tal cual obra demasiado liviana. Los nombres de este periodo no hay para qué recordarlos. Debe saberlos todo el que ha mamado leche castellana.

     De las ciencias exactas y naturales hablaré después.

     Si a toda esto se agrega el progreso de las artes plásticas y de la música, así en la práctica como en la teoría; item más dos o tres invenciones, de distintos géneros, tan benéficas como ingeniosas, tendremos casi completa la herencia intelectual del siglo de oro, herencia bastante para que la contemplemos y traigamos a la memoria con legítimo orgullo, en contraposición a la miseria y bajeza de los tiempos presentes.

     Todo esto produjo España bajo el dominio de la Inquisición en el tercer siglo de su existencia. Todo esto, y además capitanes de la talla de D. Hernando Dávalos, Antonio de Leiva y el de Alba, marinos como D. Álvaro Bazán, embajadores al estilo de Vargas y de don Diego de Mendoza, y navegantes y conquistadores de regiones incógnitas, a quienes los griegos hubieran puesto en el número de sus semidioses.

     Ésta fue España desde el 1500 al 1599. ¿Qué importa que en ocasiones decayese una rama de la actividad, cuando al propio tiempo surgía otra lozanísima y pujante? Todo no se da en un día, ni maduran todos los frutos al mismo tiempo.

     En el último tercio, y sólo en el último tercio de este siglo, tercero ya de dominio inquisitorial, es cuando aparece en Inglaterra la filosofía de Bacon, que ni era gran novedad ni tuvo mucho séquito por entonces. La primera edición del tratado De dignitate et augmentis scientiarum fue en inglés, como es sabido, y apenas la leyó nadie fuera de Inglaterra. A los diez y ocho años apareció una traducción latina, obra de varias manos, corregida por Bacon, que refundió y aumentó considerablemente su trabajo, dividiéndole en nueve libros, cuando antes tenía dos tan sólo.

     Con esto empezó a ser conocido en Europa el nombre de Bacon, y no fueron los españoles los últimos en tener noticia de sus obras. La Inquisición no las prohibió nunca. Conste, de todas suertes, que lejos de haber sido contemporáneos el predominio de la Inquisición y el de la filosofía baconiana, fue anterior la primera en tres siglos a Bacon, en tres siglos y medio a Hobbes y a Locke, en cuatro siglos y medio a Berckeley y a Hume. La época baconiana por excelencia fue el siglo XVIII, en que el poder de la Inquisición estaba completamente anulado.

     La filosofía de Descartes vino cerca de medio siglo después de la de Bacon. Su desarrollo llena la segunda mitad del siglo XVII. Malebranche, Espinosa, Leibnitz, son todos de este tiempo.

     Volvamos ahora la hoja, y veamos lo que entretanto sucedía en España.

     Muchos consideran el siglo XVII como ominoso y de fatal recordación. A decir verdad, es decadente respecto al anterior; pero no en todo ni por las causas que generalmente se señalan. Investigar el modo y ocasión de esta decadencia, no es muy fácil. Los críticos de la Revista contemporánea lo resuelven a las mil maravillas con el Deus ex machina consabido; pero está probado hasta la saciedad:

     1.º Que en los tres siglos anteriores, la Inquisición no había estorbado el progreso de los estudios, aunque harto tiempo tuvo a su disposición para hacerlo.

     2.º Que en este siglo la intolerancia fue menor, mucho menor que en los anteriores.

     Y la cosa es clara: en el siglo XVI encontramos algún proceso de gente docta, aunque generalmente con resultado favorable a los procesados: el único escritor del siglo XVII encausado por la Inquisición (que yo recuerde) fue el P. Froilán Díaz, autor de un Curso filosófico que corrió con algún aplauso. Pero el motivo de la causa no fue su filosofía, que es harto mediana, sino un enredo político que todo el mundo sabe. En el siglo XVI se quemaba a los protestantes; en el siglo XVII, en los tiempos de Carlos II, a Jaime Salgado, fraile apóstata, que en Inglaterra había abjurado públicamente el Catolicismo, se le mandó por toda penitencia a reclusión en un convento de su orden. No fue mucho mayor la pena que se impuso al famoso jesuita Juan Bautista Poza, aunque (si hemos de creer a su acusador, Juan del Espino) estaba convicto de herejías enormes. Las listas de los autos de fe en esta época no contienen más que nombres oscuros de judaizantes, apóstatas o sacrílegos, de sacerdotes concubinarios, de bígamos, etc.; ni uno solo de pensadores, ni de filósofos, ni de copleros, ni de autores de artes de cocina. Nada, absolutamente nada. ¿Era porque no había hombres de ciencia a quienes quemar? Eso lo veremos luego. En el siglo XVI se prohibieron muchos libros: en el XVII, relativamente, muy pocos. Llega una época en que los índices expurgatorios no son más que reimpresiones. Ergo, las causas de la decadencia hay que buscarlas por otro camino.

     No es posible que una causa sola haya producido efectos contradictorios. Y contradicción perpetua e inexplicable debe ser la historia española del siglo XVII para quien con ese criterio parcial y errado la examine. En esa centuria descendió España del apogeo de su gloria militar y política por la causa que señalé a su tiempo, y además por los sucesivos desaciertos de gobernantes y consejos, de todo lo cual la misma culpa cabe a la Inquisición que al moro Muza. La Inquisición no era Lerma, ni Uceda, ni Olivares, ni el hijo de la Calderona. A fines del siglo XVII podía notarse un espantoso descenso de población respecto al tiempo de los Reyes Católicos, descenso producido, no por una causa, sino por muchas, casi todas inevitables: primera, la expulsión de los judíos, medida política que vino a salvar a aquella desdichada raza del continuo y feroz amago de los tumultos populares, que era imposible contener, como lo demostraban recientes casos en la mayor parte de las ciudades de España: segunda, la colonización del Nuevo Mundo, en el cual sembramos a manos llenas religión, ciencia y sangre, para recoger más tarde cosecha de ingratitudes y deslealtades, propia fruta de aquella tierra: tercera, las guerras incesantes de dos siglos, y en veinte partes a la vez: cuarta, la expulsión de los moriscos, providencia necesaria para salvar de peligros muy ciertos y muy graves la unidad y la integridad nacionales: quinta, el excesivo número de religiosos de ambos sexos. Contra este exceso, nacido de intenciones muy piadosas y muy respetables, clamaron repetidamente nuestros economistas y clamó el Consejo da Castilla en su célebre Consulta; pero no fue posible atajarle, porque el espíritu de la época iba decididamente por allí. A consecuencia de la expulsión de los judíos había bajado considerablemente la balanza del comercio en nuestras ciudades marítimas: el comercio de Levante, que ya no tenía la importancia que en la Edad Media, lo monopolizaron los venecianos: el de América, que podía ser fuente inagotable de riqueza, lo monopolizamos nosotros; pero lo hicimos pésimamente, gracias a los errados principios económicos y a la impericia de nuestros gobernantes. Caído el comercio, cayó la industria, ni había brazos para ella, porque lo esencial entonces (lo digo de todas veras) no era tejer lienzo, sino matar herejes.

     Por todas las causas hasta aquí indicadas, y además por la expulsión de los moriscos, grandes cultivadores del suelo, quedó atrasada la agricultura. Y llegamos a fines del siglo XVII con la población disminuida, sin agricultura, sin industria y sin comercio. Pero en cambio, habíamos sido el único pueblo de Europa que comprendió su deber en la época de la pseudo-Reforma; habíamos permanecido fieles al espíritu de nuestra civilización en todo y por todo; éramos tan cristianos y tan españoles en 1699 como en 1492; habíamos regalado a la civilización un mundo. Total, nos habíamos desangrado por la religión, por la cultura, por la patria. No debíamos ni debemos arrepentirnos de lo hecho. Por eso, ni V. ni yo renegamos de nuestros abuelos, sino que los admiramos en sus grandezas y los compadecemos en sus desdichas. Pero hay que tener sangre española en las venas, para sentir y entender esto. Los Perojos, Revillas y compañía, ni hablan nuestra lengua, ni son de nuestra raza.

     ¿Fue en lo científico y artístico siglo de decadencia el XVII? En unas cosas sí, en otras no. Por lo que hace al arte, no en el primer periodo, en el segundo. Las maravillas de nuestras escuelas pictóricas pertenecen casi todas a ese siglo. Por lo que hace a la literatura, sí, en cuanto a la prosa y a la poesía lírica; no, en cuanto al teatro, cuya época de oro es el siglo XVII. Por lo que hace a la ciencia, sí, en cuanto a la teología que se sostiene con honra sin embargo; no, en cuanto al derecho que produce aún los Ramos del Manzano y los Fernández de Retes. Sí, en cuanto a la mística, cuya decadencia es manifiesta, aunque gloriosa; como que la cierran Sor María de Agreda y el P. Nieremberg. No, en cuanto a la crítica histórica, que cabalmente toca a su apogeo en los tiempos de Carlos II, fenómeno que sin duda sorprenderá al señor del Perojo, pero que a mí no me sorprende, porque es ley de la humanidad que cuando unos estudios suban, otros bajen. La crítica histórica en España había nacido muy a principios del siglo XVI con Vergara, que trituró y desmenuzó con segura mano las ficciones de Anio Viterbiense. A Vergara siguió considerable grey de escritores que se afanaron en trazar, cada cual a su manera, los principios del arte histórico. Zurita los llevó a la práctica con tal éxito, que aún hoy asombra. Vino en seguida Ambrosio de Morales para constituir un verdadero aparato científico a la Historia de España, aplicando la numismática, la epigrafía, la diplomática, cuantas ciencias auxiliares halló a mano. Al lado de esta corriente crítica había existido, durante todo el siglo XVI, otra manera infantil y candorosa de escribir la historia, representada por cronistas generales, como Ocampo, y más aún por los crédulos biógrafos, historiadores de ciudades, etc. De ambas partes la elaboración era inmensa. Llega el siglo XVII y se inaugura con una serie estupenda de falsificaciones, que a muchos les escandalizan y asustan. Esos falsos cronicones son, como si dijéramos, los estudios prehistóricos de aquel tiempo, una tentativa para poner historia donde no la hay. Mas precisamente de esa tentativa escandalosa nace una reacción que ha de levantar nuestra crítica histórica al más alto punto. Los primeros intérpretes de ese movimiento son Pedro de Valencia en su fulminante informe sobre el pergamino de la Alcazaba, y el insigne Obispo de Segorbe, D. Juan Bautista Pérez. Crece la ola de las falsificaciones, y cuando parece haberlo inundado todo, surgen de un golpe, y se reúnen por instinto común, allá en los calamitosos tiempos de Carlos II, que muchos recuerdan con rubor, cinco o seis eruditos de tal calidad que para encontrarlos iguales, no mayores, hay que venir hasta el P. Flórez. Fueron (conviene no olvidarlo) fray Hermenegildo de San Pablo, D. Gaspar Ibáñez de Segovia, marqués de Mondéjar, D. Juan Lucas Cortés, D. Nicolás Antonio, el Cardenal Sáenz de Aguirre y el futuro deán de Alicante Manuel Martí. Y no fueron ellos solos; pero en estos cinco nombres, a los cuales puede agregarse el de Pellicer, después de su conversión, se cifran y compendian las grandezas críticas de ese periodo. Lo que esos hombres hicieron no hay necesidad de recordarlo; que no habrá erudito (si es español) que lo ignore. Sus obras se llaman la Collectio Maxima Conciliorum Hispaniœ, la Bibliotheca Hispana, la Censura de Historias Fabulosas, la Bibliotheca Genealógico-Heráldica, la Themis Hispana, las Disertaciones Eclesiásticas, la Era Española, las Memorias de Alfonso VIII y de Alfonso el Sabio, la Disertación sobre el teatro de Sagunto... en una palabra, el desbrozamiento de toda maleza, la luz llevada a todos los senos de nuestra historia política y eclesiástica, de nuestra cronología, de nuestra arqueología, de nuestra bibliografía, de nuestra jurisprudencia. ¿Va comprendiendo el Sr. Perojo que no andaban en cuatro pies los hombres del tiempo de Carlos II? ¿Se convence de que no éramos una nación de frailes, de beatas y de mendigos? ¿O es que no hay más estudios útiles que la astronomía y las matemáticas? Pero hay más, y es preciso decirlo. La raza de los humanistas no se había extinguido. La prosa y los versos latinos del deán Martí son un portento de pureza y de elegancia. Otro tanto acontece con los de su amigo Fr. Juan Interián de Ayala. Uno y otro hacían, además, con primor, versos griegos. Hoy nos extasiamos con las dos odas anacreónticas que forjó Leopardi; pero ciertamente que no superan, ni poética ni filológicamente, a una tentativa exactamente igual hecha por el P. Ayala. El deán Martí tradujo en dísticos griegos gran número de epigramas de Marcial; y, a lo que yo alcanzo, estas versiones, por lo poéticas y por lo concisas, son de gran precio. Otro famoso humanista, amigo de los anteriores, fue el trinitario fray Manuel Miñana, elegantísimo historiador en prosa latina. Estos tres escritores alcanzaron al siglo XVIII, pero se educaron y formaron y escribieron sus principales obras en los últimos años del XVII, es decir, en el ominoso periodo de marras.

     Niegue el Sr. Perojo todos estos hechos, si le place. Niegue que en 1698 teníamos un matemático como Hugo de Omerique, a quien no se desdeñó de estudiar y de elogiar Newton. Niegue que por entonces se establecía en Sevilla una Academia de Medicina y Física experimental. Diga que fue broza todo lo que he citado, que dispuesto estoy a probarle que no ha hecho otro tanto la España del siglo XIX con todas sus iluminaciones y grandezas. Otros estudios decayeron, ¡pero de qué manera! El último fulgor de los estudios orientales fue la brillante controversia de Pedro de Valencia y del P. Andrés de León. El último hebraizante ilustre es Trilles, que no encuentra sucesor digno hasta mediados del siglo XVIII, en Pérez Báyer.

     A muchos les extrañará el oír que todavía se cultivaba la estética en los últimos años de la fatal centuria. Y sin embargo, entonces vieron la luz dos tratados de no poco precio, el Discurso de la hermosura y del amor, del conde de Rebolledo, y el libro De la hermosura de Dios, del P. Nieremberg, fieles entrambos a la gran tradición platónica de los León Hebreo, los Cristóbal de Fonseca, los Malon de Chaide y los Calvi. Luego, tampoco se interrumpió la historia de la ciencia en este punto.

     ¿Y no tuvo filósofos y pensadores el siglo XVII? Sí que los tuvo, y muy notables. Tuvo al sapientísimo Pedro de Valencia, que en su áureo libro De judicio erga verum mostró decidida tendencia al escepticismo de Sexto Empírico. Tuvo al infatigable peripatético Vicente Mariner, que dotó a la lengua castellana de una traducción completa, fiel y esmeradísima de Aristóteles. Tuvo a Isaac Cardoso, propagador eximio del atomismo gassendista, que enlazó con precedentes peninsulares. Tuvo al Obispo Caramuel, uno de esos portentos de sabiduría y de fecundidad que abruman y confunden el pobre entendimiento humano. Este hombre extraordinario proclamaba y seguía el libre examen filosófico, y estaba muy al tanto de todas las doctrinas cartesianas, gassendistas, etc. de entonces, doctrinas que discute, sin adoptarlas a tontas y a locas, como hacemos hoy con cualquier sistema extranjero. Tuvo a Uriel de Acosta, fogoso materialista, y a David Nieto, panteísta decidido en el tratado De la naturaleza naturante, y a Molinos, partidario de la aniquilación y del nirwana. ¿Ha leído el señor del Perojo la Guía Espiritual? Pues léala, y verá que aquel hereje no era ningún sacristán de monjas, y que su doctrina tiene más intríngulis de lo que parece. Tuvo además el siglo XVII moralistas como Quevedo y Gracián, políticos como Saavedra, Hernández Navarrete y bastantes más, porque, como arreciaban los males de la monarquía, pululaban los arbitrios y los remedios, sin que faltasen economistas como Struzzi y Dormer que solicitasen la libertad de comercio.

     Todo esto, más la pintura, la crítica histórica y el teatro, nos dejó en herencia el cuarto y más calamitoso de los siglos inquisitoriales.

     El quinto, o sea el XVIII, nada tiene de inquisitorial, y por lo tanto es excusado hablar de él. Religiosa y políticamente, la dinastía francesa nos trajo grandísimas calamidades: el jansenismo y el enciclopedismo; la centralización y el cesarismo administrativo manifestados con hechos brutales, e inconcebibles casi, como la expulsión de los Jesuitas; la ruina completa de nuestras libertades provinciales que, a lo menos en la forma, habían respetado mucho más los reyes austriacos. Torciose completamente el espíritu de la civilización española, torcimiento que dura aún por desgracia; no se combatió ya por el Catolicismo, sino por el pacto de familia; mudó de carácter la literatura; alterose radicalmente la lengua. El Santo Oficio, la más española y castiza de nuestras instituciones, siguió la universal decadencia.

     Su último acto de energía fue el proceso de Macanaz. Después, regalistas y jansenistas le oprimen, le anulan y le convierten en instrumento. De otra suerte, ¿se conciben siquiera los infinitos atropellos contra la Iglesia cometidos por los consejeros de Carlos III? Cuando hombres como Aranda y Roda podían con un decreto deportar Órdenes religiosas, llamar a juicio Obispos, anular fundaciones pías, ¿qué podía ser la Inquisición sino un nombre y una sombra? ¿Qué podía ser allá a los fines del siglo, cuando eran inquisidores Arce, Llorente y Villanueva? No se hable, pues, de la Inquisición del siglo XVIII, porque se reirán hasta las piedras.

     Por fortuna, como la nación no estaba reducida a sus ministros, continuó su desarrollo literario y científico, que fue notable, aunque no tan español ni tan influyente como el de tiempos anteriores. Pero en muchas ciencias hubo evidente progreso, y otras renacieron, sin contar una, y es la filología, en que nos pusimos a la cabeza del mundo con Hervás y Panduro. Lástima que la España del siglo XIX no haya recogido la tradición gloriosa de aquel jesuita, y que alemanes y rusos sean los que hayan venido a continuarla. Y eso que no ha habido Inquisición en cincuenta años. Pero la había cuando se imprimió el Catálogo de las lenguas. ¿Si tendremos que convenir en que la Inquisición era gran medio para purificar la atmósfera y avivar los ingenios?

     Ya lo ve usted; con el simple objeto de poner en claro la cronología inquisitorial embrollada de propósito por los adversarios, he tenido que tocar un poco de todo, lo cual no me pesa, porque así quedan sentadas las bases históricas que nos han de servir para resolver la cuestión magna. Ésta es la de la filosofía: pero como esta carta se va prolongando con exceso, y no es cosa de atropellar en cuatro líneas punto de tanta entidad, prefiero guardarle íntegro para una tercera epístola. Así como así, el engendro del Sr. Perojo es tan elavadito y tan mono, que lo mismo da cogerle por los pies que por el cogote. Salto, pues, provisionalmente, a la pág. 348, y sección cuarta, en que nuestro sabio comienza a hablar de las ciencias exactas y naturales.

     Acostumbraban los malos predicadores de la época gerundiana, cuando les faltaba verdadero asunto o no sabían desarrollarle, acudir a ciertos registros o almacenes llamados Polianteas y Teatros de la vida humana. En tales fuentes hacían acopio de una erudición indigesta que propinaban luego, pegara bien o no, a sus cristianos oyentes. Por lo visto, el Sr. Perojo topó en Heidelberg con algún discípulo de estos predicadores, que le enseñó a las mil maravillas el susodicho método. Para escribir su kilométrico artículo, sepultose en alguna de esas Polianteas modernas que se llaman enciclopedias y diccionarios, se atarugó bien de vulgaridades y noticias de segunda mano, y las aderezó luego en forma de execrable almodrote. Con lo cual pensó haber puesto una pica en Flandes, y es seguro que dijo para sí: «¡Qué fácilmente se hace uno erudito en este siglo de las luces!» Ahora bien; todo ese castillo de naipes se viene a tierra con una observación sencillísima. No hay, no ha habido ni habrá en la tierra pueblo que en una misma época presente en igual grado de desarrollo todas las ramas del árbol de la cultura. Ni los griegos mismos, privilegiados dentro de la humanidad, consiguieron eso. ¿Cuándo florecen las ciencias naturales en Grecia? En tiempo de Aristóteles y de Teofrasto, es decir, en tiempos de decadencia literaria, cuando a los oradores empezaban a sustituir los retóricos semejantes a Demetrio Falereo, cuando la tragedia agonizaba, cuando a la vigorosa comedia antigua había sustituido la prosaica y burguesa (como ahora dicen) comedia nueva. ¿Cuándo florecen las matemáticas? En tiempo de Arquímedes y de Euclides, es decir, en tiempo de más general y señalada decadencia, desde la época alejandrina hasta la romana inclusive. Pues vamos a las naciones modernas.

     La literatura alemana de los siglos XVI y XVII,por lo que de ella alcanzamos con hastío y con asco los meridionales, o no existe, o es barbarie pura o pedantería insufrible. El Sr. Perojo habrá aprendido en Heidelberg a entusiasmarse con esos poetas tudescos, pero a los que en esos dos siglos produjimos Ariostos y Tassos, Cervantes y Calderones, Shakspeares y Miltones, Corneilles y Racines, nos crispa los nervios toda esa literatura hiperbórea. Total: que, para llegar los alemanes al punto a que han llegado en este siglo, con dirección buena o mala, que esto no es del caso, han tenido que pasar por doscientos años de ignominia literaria, en que italianos, españoles, franceses e ingleses podíamos llamarles a boca llena (y se lo llamábamos) bárbaros. ¿Carecía entretanto Alemania de todo género de cultura? Nada de eso: presenta grandes nombres en ciencias naturales y humanidades; posee además algunos místicos... pero en cuanto a gusto, Dios le dé. La barbarie se mascaba. Pues veamos otro punto: ¿Dónde nació Copérnico? En Polonia. ¿Qué más dio Polonia en el siglo XVI? Nada, que sepamos. ¿Cuándo florecen Galileo y Torricelli en Italia? A principios del siglo XVII, cuando decaía a todo andar el gusto literario en la Península transalpina. ¿Cuándo nacen en Francia los Laplace, los Monge, los Lavoisier? En el siglo XVIII, época de espantoso descenso filosófico, teológico, moral y literario. ¿Dónde nació Franklin? En la América inglesa. ¿Que literatura, qué filosofía, qué crítica histórica poseían entonces aquellas colonias? Ninguna.

     Y siempre lo mismo, porque es justo designio de Dios que las ciencias peregrinen de unas gentes a otras. A veces sucede que tres o cuatro o cinco de ellas se encuentran en el viaje, pero todas jamás coinciden. Y esto ha sucedido en España.

     En los tiempos medios florecen aquí la astronomía y las matemáticas. En cambio, nuestra literatura de esos tiempos es ruda e incompleta aún; nuestra teología no llega ni por asomo, a la que tuvimos en el siglo XVI. Humanidades no podía haberlas; los estudios históricos estaban asimismo en la infancia. Por el contrario, en el siglo XVI florecen la teología, la filosofía, la jurisprudencia, las humanidades, la medicina, la poesía lírica, la prosa; y decaen los estudios matemáticos y astronómicos. En el XVII imperan el teatro y la crítica histórica, y decaen la teología y otras ciencias, decaen la poesía lírica y la prosa. En el XVIII desaparece, o poco menos, el teatro, renacen la lírica y la prosa, falta casi del todo la teología, cultívanse con empeño las ciencias naturales, prosigue su camino la crítica histórica, y nace con Hervás, la filología comparada, y con Andrés la historia literaria. Y éste es el giro constante y perenne que han llevado las ciencias en nuestro suelo. Hasta podemos decir que somos afortunados entre todos los pueblos de la tierra, pues, más o menos, y en una época o en otra, lo hemos tenido todo. Con lo cual quedan, ipso facto, invalidadas todas las deducciones que el señor del Perojo saca malamente del menor adelanto de algunas ciencias en diversas épocas, atraso reconocido por mi una porción de veces. Ahora voy a hacer algunas observaciones de pormenor sobre el fárrago perojino.

     Astronomía. En ésta se detiene con particular predilección, haciendo grandes y justos encomios de la ciencia árabe y hebrea, en todo lo cual estamos conformes. También lo estoy en cuanto a las Tablas Alfonsinas, y todo lo demás que luego dice. Hay, sin embargo, en este párrafo dos lapsus de cuantía: primero, suponer que nuestros padres, antes de la infiltración del saber semítico, no tenían otra cosa recomendable que su fe cristiana. Éste es un despropósito que no merece respuesta. Los cristianos conservaban en cuanto a ciencia nada menos que la tradición isidoriana; y ni un momento se interrumpió durante la Edad Media el estudio de las Etimologías. En los tiempos más calamitosos, en el sigo VIII y en el IX, vive, y no sin gloria, la ciencia española. Los muzárabes cordobeses, San Eulogio, Álvaro, Sansón, Spera in Deo, conservan por su parte el tesoro de las antiguas enseñanzas. Que entre los cristianos no sometidos duraban de igual modo las ciencias teológico-filosóficas, nos lo demuestran Elipando y Félix, Heterio y San Beato de Liébana, Claudio de Turín y Prudencio Galindo. Repito que hay en el mundo algo más que astronomía. Prescindamos, por otra parte, de la opinión eruditamente sostenida por nuestro Simonet y otros orientalistas, según los cuales, mucha de la que pasa por ciencia árabe es ciencia mozárabe y de cristianos renegados, de suerte que, en vez de infiltrarse el saber árabe (que al tiempo de la conquista no era gran cosa) en el pueblo vencido, se infiltró en el pueblo vencedor la poderosa ciencia hispano-romana de la era visigótica. Alguna exageración habrá en esto, pero hay hechos que hablan muy altos y por otra parte, sábese muy bien hoy que Gerberto (después Silvestre II) no se educó con los árabes, como parece indicar el Sr. Perojo, sino bajo el magisterio de Ato o Athon, obispo de Vich, en Cataluña, es decir, en la parte de España que menos tiempo estuvo sometida y menos participó de la influencia sarracena; y lo que Athon le enseñó, no pudo ser otra cosa que la ciencia isidoriana, mejorada y ampliada.

     El segundo lapsus es la inocente repetición de aquel cuento de viejas con que historiadores sin crítica pretendieron oscurecer el nombre de Alfonso el Sabio, cuento que han repetido otros en son de elogio. ¿Qué cronista contemporáneo del Sabio Rey asevera semejante patraña? ¿Cómo había de decir Alfonso la blasfemia que se le atribuye, él, que, lejos de ser despreocupado, o sease impío, cantaba con la devoción más pura y candorosa los loores de Nuestra Señora; él, que, como legislador, tan altos puso los derechos de la Iglesia? ¡Ah! No busquen los contemporáneos antecesores tan ilustres como Alfonso el Sabio.

     Resumen de lo que el Sr. Perojo dice en esta sección: «En astronomía fuimos los maestros de Europa.» Y luego añade: «Decaímos en el siglo XVI.» Y pregunta ¿por qué? sin reparar que él ha respondido pocas líneas antes con decir: «Es difícil mantener ab æterno, esta posición, porque las ciencias no se casan con ningún pueblo, y no siempre habíamos de guiar al mundo.» Pues ¿qué es esto sino lo que decimos nosotros? A todo gran desarrollo sigue inevitablemente la decadencia; y cuanto mayor es el primero, más terrible es la segunda. Todo lo cual equivale a decir que la astronomía, que había estado algunos siglos entre nosotros, se fue a visitar otros países; y en cambio vinieron a nuestra casa huéspedes nuevos. Ni más ni menos.

     Lo de la Inquisición (repítolo por centésima vez) es falso. La Inquisición española no persiguió a ningún astrónomo. Cíteme uno el Sr. Perojo, y le daré las gracias. Lo demás es andarse por las ramas. Nosotros no fuimos los que condenaron el sistema de Copérnico, hasta que vino de Roma el decreto de la Congregación Apostólica que prohibía enseñarle como tesis. Entonces hicimos lo que todo el pueblo católico, someternos. Hasta entonces la Inquisición no había tomado cartas en el asunto, y más de un español había enseñado y defendido el sistema famoso. Ahí está Diego de Estúñiga en su Comentario a Job, que no me dejará mentir. Cuando Roma condenó el trozo de este libro que se refiere al sistema del mundo, la Inquisición (que hasta entonces le había dejado correr sin reparo) le puso en sus índices con la frase donec corrigatur, pero advirtiendo que no era prohibición suya, sino de la Santa Sede, con lo cual ni prejuzgaba la cuestión ni hacía otra cosa que cumplir una orden superior.

     Lo de cum tali opinione clament debe ser otro desatino como la causa efficientis, porque no hace sentido, o hace otro diverso y contrario del que el Sr. Perojo supone. Gritar con una opinión será favorecerla. Probablemente el autor de donde tomó esta frase el señor del Perojo, diría contra talem opinionem clament, y mejor acaso clamant, porque aquí está fuera de su lugar el subjuntivo. Pero si dijo lo que el Sr. Perojo supone, dijo también una verdad como un templo, porque hubo españoles que clamaron con Copérnico, es decir, que siguieron su sistema. No será la primera vez que, por ausencia de latinidad, dice un sabio de la Contemporánea lo contrario de lo que se propone decir.

     No fuimos de los que perseguimos a Galileo, ni sé de dónde ha sacado el señor del Perojo tan estupenda noticia. A Galileo le procesó la Inquisición romana, y si en el tribunal había algún español, no por eso diremos que a Galileo le procesó España, porque ni uno, ni dos, ni veinte españoles, y más estando fuera de su tierra, son España.

     Y a propósito de Galileo, no sé cómo el señor del Perojo concebirá el desarrollo de las ciencias astronómicas en Italia, donde se procesó a un copernicano y se quemó a Giordano Bruno, que también lo era. Aquí tendría alguna probabilidad su teoría; pero los hechos lo contrarestan, porque los hechos son ultramontanos.

     Lo demás que el señor del Perojo dice de la astronomía, se reduce a una sarta de nombres de astrónomos, que empieza en Copérnico y acaba en Arago, a una declamación ridícula contra la mil veces maldita Inquisición (que sin duda le habrá dado muchos disgustos), y a algunos insultos contra Laverde y contra mí, de los cuales hago caso omiso.

     Matemáticas. Otra disertación sobre la ciencia árabe, tan pedantesca e impertinente como la anterior. Mucha cita del Al-gebr we'l mukabala de Alkhowarezmi, advirtiendo en una nota que almukaba significa oposición. ¿Sabe árabe el señor del Perojo? Pues si no lo sabe escriba esos títulos en cristiano, como hacemos los demás, y no se empeñe en echarnos humo a los ojos, convertido en nuevo D. Hermógenes. Y, a propósito, tampoco estaría de más y éste es aviso para él y para otros) que en la trascripción de los nombres arábigos siguiese la costumbre y la práctica de nuestros orientalistas y no se empeñase en ponerlos a la tudesca, porque siendo ellos de suyo enrevesados y confusos, trascritos de esa manera cruda y bárbara, llegan a ser ininteligibles, a más de no haber oreja castellana que los resista. Cómo se traducen al castellano los nombres morunos, ya lo enseñó Fr. Pedro de Alcalá, y recientemente lo ha explanado mi buen amigo Eguilaz, que sabe lo que se pesca en tales cosas. Pero precisamente los que menos árabe saben son los que más empeño tienen en dar formas exóticas y desusadas a las palabras de aquella lengua introducidas en el habla común, para dejar a los profanos estáticos ante tal erudición aljamiada.

     En cuanto a las persecuciones de científicos y pensadores, lo de siempre: cíteme uno sólo, y veremos.

     Usted comprenderá bien cuán desvariada es la manera de discurrir de estos señores. La Inquisición no impidió que brotase en nuestras escuelas el congruismo, sistema teológico referente, a un punto delicadísimo, el de la gracia, y esto con los protestantes a la puerta. La Inquisición no impidió que se enunciasen libremente atrevidas ideas filosóficas. La Inquisición permitió en política defender el gobierno democrático, la soberanía popular y el tiranicidio. La Inquisición permitió discutir la autoridad de la Vulgata. La Inquisición no impidió a nuestros críticos relegar al país de las quimeras multitud de Santos y de mártires, con cuyas reliquias se envanecían muchas ciudades. La Inquisición permitió atacar el mal gobierno y los errores administrativos. La Inquisición consintió todo género de licencias al teatro, a la novela y a la sátira. ¡Y habla de meterse la Inquisición con los pobrecillos matemáticos, que son la gente más inofensiva de la república de las letras! ¿Qué importa que algún fraile ignorante confundiese a los matemáticos con los astrólogos judiciarios? La Inquisición sabía distinguirlos.

     Sigue otra sarta de matemáticos de las siete partidas del mundo, y como entre ellos no va incluido ningún español, el señor del Perojo triunfa y se recrea en su obra, y clama contra la Inquisición que quemó a tanta buena gente, toda, ya se ve, de genio colosal. Y luego nos cita como autoridad excepcional en materia de bibliografía matemática al Sr. Echegaray. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo ni por dónde ha adquirido el Sr. Echegaray autoridad entre los bibliógrafos españoles? Podrá el Sr. Echegaray hacer llorar a diputados progresistas con el descubrimiento de la trenza incombustible, o sustituir el Catecismo del P. Astete con las nebulosas, o crispar los nervios del auditorio en dramas a lo Bouchardy, tejidos de horrores morales, apagaduras de luz, engendramientos por sorpresa, y puñalada final a modo de sangría de barbero; pero ¿cuándo se ha visto citado su testimonio en asuntos de bibliografía ibérica? ¿Y qué nos dice el Sr. Echegaray en el párrafo de su discurso que copia el Sr. Perojo? Pues nada en sustancia: que fue a buscar matemáticos al índice de Nicolás Antonio, y que encontró libros de cuentas y geometría de sastres. Yo me contentaré con observar:

     1.º Que el Sr. Echegaray no encontró nada, porque si no vio más que los títulos de los libros, mal pudo saber (ni por adivinación) su mérito o demérito.

     2.º Que en ninguna rama de bibliografía española podemos atenernos únicamente a la autoridad de Nicolás Antonio, porque Nicolás Antonio era un hombre solo, y su trabajo, aunque titánico e incomparable, adolece de inevitables errores y omisiones. Enterado saldría de la historia del teatro español el que fuese a buscarla a Nicolás Antonio. También es una y menguada la página del teatro en el índice de nuestro insigne bibliógrafo, y precisamente el teatro español es el más fecundo y copioso de la tierra. La misma pobreza se nota en la sección de novelistas, y en la de traductores, y en la de humanistas, y en la de escritoras, y en la de filósofos, y en las de botánicos, y en la de historiadores, y en todas aquellas, finalmente, que han sido exploradas hasta ahora, o en las que yo he explorado personalmente. Y puede afirmarse que en las secciones donde está más completo, Nicolás Antonio presenta tan sólo la mitad de la riqueza positiva, y en el mayor número de secciones, una tercera parte escasa. Los dos voluminosos tomos impresos del Ensayo de Gallardo constan en la mayor parte de títulos omitidos por Nicolás Antonio. Y así de los demás.

     3.º Que tampoco debió contentarse con ver el índice, sino acudir a los artículos mismos, donde se da mayor noticia de cada libro.

     4.º Que tampoco es exacto que todos los títulos allí registrados sean de libros de cuentas ni de geometrías de sastres. No son geometrías de sastres las obras de Pedro Núñez, ni es libro de cuentas la Algoritmia de Pedro Ciruelo, ni son para despreciados los siete u ocho comentarios de Euclides que allí se registran, ni creo que merezcan desprecio las obras de Fernández de Medrano, de Caramuel y del P. Zaragoza. Yo no entiendo de matemáticas (porque el entender de todo se queda para la escuela del Sr. Perojo), y no le podré decir con seguridad si alguno de los nombrados y de los que omito trajo algún progreso a la ciencia o la dejó como estaba, porque para esto sería preciso conocer la ciencia, y yo no la conozco. Sin duda por tal razón me suenan poco en el oído los nombres de esos Pretorius, Stifel, Reise, Van Colén y Metins que él cita como grandes matemáticos extranjeros del siglo XVI. Allá en su tierra serán muy conocidos esos caballeros; pero lo que yo puedo decir es que Núñez, Ciruelo y algún otro tuvieron en su tiempo tanta notoriedad como cualquiera de ellos, y que sus libros se imprimían y traducían, y corrían grandemente en tierras extrañas, lo cual, siendo geometría de sastres, no tiene explicación plausible.

     Y a propósito de los matemáticos españoles modernos, no sé de dónde haya sacado el Sr. Perojo que son la mejor antítesis de los del siglo XVI.

     Lo que los profanos vemos en España son hombres doctos y serios, que parecen estar al corriente del estado de la ciencia en otras partes; pero de ninguno sabemos que haya descubierto la cuadratura, ni asombrado al mundo con ninguna demostración inaudita. Fuera de Rey Heredia que (al decir de los que entienden estas cosas) mostró verdadera originalidad de pensamiento en la Teoría de las imaginarias, no sé que ninguno haya escogitado cosa nueva digna de particular memoria. Quizá Lanz, y algún otro de principios del siglo, tenía asimismo genio inventivo; pero de entonces acá (con la excepción antedicha), no sé que hayamos tenido más que buenos calculistas y buenos expositores.

     Química. Nueva disertación sobre la ciencia árabe, y luego una serie de errores de grueso calibre respecto a los alquimistas españoles. Todo el mundo sabe que la Clavis Sapientiœ, atribuida al Rey Sabio, es apócrifa; que es apócrifo el descubrimiento del ácido nítrico, por Ramón Lull; que son apócrifos todos los libros de alquimia publicados a nombre del gran pensador mallorquín, y que está en el aire la autenticidad de la mayor parte de los atribuidos a Arnaldo de Vilanova, a quien llama Villanueva el señor del Perojo. Mi doctísimo amigo don José R. de Luanco demostró irrefragablemente, ante la Academia de Ciencias Naturales de Barcelona: 1.º, que Raimundo Lulio jamás creyó en los trampantojos de la Crisopeya, ni siquiera en la posibilidad teórica de la trasmutación; 2.º, que sus obras están llenas de invectivas contra los alquimistas; 3.º, que los tratados susodichos son un laberinto de anacronismos y contradicciones, y están llenos de fechas y alusiones a cosas posteriores a la muerte de Raimundo Lulio; 4.º, que las operaciones químicas atribuidas a éste no están apoyadas por ninguna autoridad sólida; 5.º, que el ácido nítrico y la destilación alcohólica se conocían mucho antes de R. Lulio.

     Y yo añadiré que los tratados alquímicos de A. de Vilanova (que real y verdaderamente fue alquimista) son, en gran parte, y con uno o con diversos títulos, los mismos atribuidos a Raimundo, y les cogen muchas veces las mismas razones de ilegitimidad, aunque no a todos. Luanco sospecha asimismo que el Raimundo alquimista fue real y verdaderamente Raimundo de Tárrega. Pero ya se ve, los libros alemanes del Sr. Perojo dicen otra cosa, y no es vergüenza desconocer los trabajos de la erudición española y seguir llamando alquimista a Raimundo Lulio. Los libros trasmutatorios atribuidos a éste, así como a Alberto el Magno y a Santo Tomás, son tan auténticos como el Testamento de Hermes Trimegistro. Fueron falsificaciones de alquimistas proletarios que quisieron escudarse con aquellos grandes nombres, y por eso un mismo tratado anda a nombre de varios autores.

     De los metalurgistas, dice el señor del Perojo que acabaron en Bernal Pérez de Vargas, olvidando varias cosas: 1.º, que la obra De re metallica pertenece al siglo XVI, ya muy entrado, como que está dedicada al príncipe don Carlos, hijo de Felipe II; 2.º, que aunque obra notable, tiene originalidad escasa y está tomada en sustancia de Jorge Agrícola; 3.º, que hay otros metalurgistas españoles contemporáneos y posteriores a Pérez de Vargas, y de mayor originalidad que él, especialmente Álvaro Alonso Barba.

     La Inquisición no acabó con la química, por la sencilla razón de que no había verdadera química entonces. La metalurgia floreció bastante. Y luego, la Inquisición no perseguía (que sepamos) a los químicos.

     Sigue la lista consabida, a la cual quizá no fuera inoportuno añadir, por lo menos, el nombre de Carbonell. Quede para los doctos el resolverlo.

     Física. No hay más que una lista de nombres, a la cual se puede contestar: Quedamos enterados. Y no sé por qué falta en ella Salvá, a quien se debe algo más que atisbos de una invención de primer orden, como recientemente ha demostrado la Academia de ciencias de Barcelona.

     Zoología. Bajo este título habla también el Sr. Perojo de los botánicos, como si las plantas fuesen animales. En lo demás tenemos la canción acostumbrada: grandes ponderaciones del estado de la ciencia en la Edad Media, grandes lamentaciones de la tiranía inquisitorial que la ahogó. Y yo digo que el verdadero desarrollo de la zoología y de la botánica españolas no se verifica sino en el siglo XVI, con los Oviedos, los Acostas, los García de Orta, los Monardes, los Hernández, que se suceden durante todo aquel siglo. Si el movimiento cesa o se va disminuyendo y no se continúa hasta el siglo pasado con los Ortegas, los Mutis, los Quer, los Cavanilles y los Lagascas, la culpa no es de la Inquisición, que no persiguió a ningún naturalista. No se hable de ciencia zoológica en la Edad Media. Aunque a los tres autores citados por el Sr. Perojo añadamos otros, y especialmente Fernando de Córdoba, que aventuró una clasificación ictiológica; aunque busquemos los autores de libros de caza, y todas las fuentes directas e indirectas que pueden hallarse, todo ello es nada respecto a lo que se hizo en el siglo XVI. Tenemos, pues, que la zoología y la botánica se desarrollan en el siglo inquisitorial por excelencia, como se desarrolla la metalurgia y un poco también la mineralogía, de todo lo cual la Edad Media estaba en ayunas. Total, que las ciencias decadentes son la astronomía y las matemáticas, pues la física no existía como ciencia empírica y aparte. En cuanto a la química, ya he dicho que es grilla la mayor parte de lo que se cuenta de nuestros alquimistas, y que no hubo ciencia seria y formal de los metales hasta el siglo XVI con Jorge Agrícola, cuyos principios adoptaron en seguida los nuestros. Conque la decadencia se reduce a astronomía y matemáticas, es decir, a dos ciencias que se reducen a una sola. Pero en ese tiempo hubo filosofía, hubo teología, y jurisprudencia, y medicina y otras cien cosas más. Y a propósito de la medicina, ¿como se concibe su desarrollo sin el de las ciencias naturales?

     Observe usted una cosa. En todas las ciencias que en el siglo XVI estaban adultas y formadas, tuvimos hombres de primer orden, porque nadie negará que lo fueron Luis Vives, Melchor Cano, Domingo de Soto, Arias Montano, Suárez,  Nebrija, el Brocense, Vallés, Laguna, Antonio Agustín, Fr. Luis de León, etc. En las que estaban en la cima, como la zoología y la botánica, tuvimos lo que podíamos tener: observadores diligentes y concienzudos, comparables a cualquier extranjero de su siglo. Por eso en la lista de zoólogos y de botánicos que da el Sr. Perojo, noto la omisión de siete u ocho españoles, a quienes la ciencia debe mucho. ¿Qué nos faltó pues? Astrónomos y matemáticos, es decir, lo que habíamos tenido en la Edad Media.

     Nada diré de aquella barrabasada del Sr. Echegaray sobre los libros místicos y los casos de conciencia. ¡Desdichado el que no concibe en el mundo más que ecuaciones y cotangentes! El alma humana tiene abismos más insondables que todos los abismos de la materia, y con frecuencia solían poner el dedo en la llaga esos místicos y casuistas.

     En la carta siguiente hablaré de la filosofía española.

Suyo siempre buen amigo,

M. MENÉNDEZ PELAYO.

 

 

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