OPUS MAGNUM. Cuaderno de notas de José Rodríguez-Guerrero

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Indiana Jones y la Piedra Filosofal.
Lunes, 26 de mayo de 2008.

Ayer estuve viendo Indiana Jones y El Reino de la Calavera de Cristal. ¡Qué cosa más espantosa de película! Es un bombardeo constante de efectos especiales utilizados “porque sí”, en un guión demencial, con parodias de Tarzán de la Selva, con una nevera casera que sirve de refugio antinuclear, con comunistas buscando objetos religiosos como locos, repito... comunistas buscando objetos religiosos (!!!).

El final es impresentable: fenómenos paranormales, ovnis, cadáveres parlantes de extraterrestres... Su frenético y absurdo desarrollo argumental recuerda a las recientes sagas de Stephen Sommers (The Mummy) y Gore Verbinski (Pirates of the Caribbean). Al igual que en estas cintas, los personajes tienen una personalidad de risa. Por ejemplo, la “mala” de la película (Cate Blanchett) es una militar rusa de los años cincuenta, experta en “poderes psíquicos”, que lidera, con una espada al cinto y un corte de pelo a lo Mia Wallace, un comando soviético ultrasecreto, consagrado a buscar un fetiche de los indígenas peruanos porque, por lo visto, Stalin lo necesitaba para imponer al mundo entero su doctrina política. ¡Hollywood se ha vuelto definitivamente gilipollas! 

La verdad es que poco más se puede esperar de este Indiana Jones, que viene dejando historias absurdas desde hace casi treinta años. Más que un arqueólogo, es una caricatura histriónica del viejo expoliador, al más puro estilo de Giovanni Battista Belzoni (1778-1823). Sus métodos “arqueológicos” recuerdan a los del coronel Howard Vyse (1784-1872), quien se abrió paso por la Pirámide de Keops a base de dinamita.

Debo reconocer que, a la hora de ir al cine, prefiero las películas que narran historias reales como la vida misma. Me vienen ahora a la memoria Paths of Glory (1957), Who's Afraid of Virginia Woolf? (1966), The Godfather (1972) o, más recientemente, Mystic River (2003). Esta última retrata en un largo cruce de miradas final la esencia de la vida de la mayoría de las personas: “me importa un pimiento lo que le pase a los demás fuera de mi familia, aunque sea algo malo, injusto, inmerecido y yo tenga parte de culpa en ese sufrimiento”.

El citar a Indiana Jones en este blog viene a cuento, porque muy poca gente sabe que este personaje también buscó la piedra filosofal en una de sus aventuras oficiales. Indiana Jones and the Philosopher's Stone es una novela publicada por Bantam Books en 1995. La historia ocurrre en el año 1933. El Dr. Jones se apunta a una carrera contra los fascistas italianos por hacerse con el manuscrito Voynich. Este documento, aparentemente indescifrable, contendría las instrucciones necesarias para localizar el mausoleo de Hermes Trismegistos en Egipto. En su interior estarían la Tabla de Esmeralda y la piedra filosofal. Indiana Jones es ayudado por un alquimista inglés llamado Alistair Dunstin y por su hermana Alecia, conservadora del British Museum.

Afortunadamente esta historia no fue llevada al cine. La piedra filosofal no le pareció a George Lucas todo lo comercial que un personaje como “Indiana” exigía. Su decisión no me extraña, pues la temática alquímica no ha sido muy del gusto del séptimo arte. A veces aparecen pequeñas referencias a algún alquimista, o a la piedra filosofal (véase Harry Potter), pero es muy raro encontrar una cinta dedicada por entero a la alquimia. La primera de la que tengo noticia es The Mysterious Retort (1906) de Georges Méliès, distribuida en Europa bajo el título de L'alchimiste Parafaragamus ou La cornue infernale.

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La Piedra Filosofal.
Sábado, 10 de mayo de 2008.

La piedra filosofal es el gran anhelo del alquimista. ¿Pero qué es exactamente esta cosa? El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua aporta la siguiente declaración: “Materia con que los alquimistas pretendían hacer oro artificialmente”. Sin ser incorrecto, el enunciado se ajusta más a los términos alquímicos de “tintura”, “elixir” o de “polvo de proyección”.

El concepto “piedra filosofal” designa más concretamente la materia principal manipulada por el operador a lo largo de toda su obra, desde el comienzo y hasta el final. Ahora bien, la aplicación de esta definición ha ido variando mucho a lo largo de los siglos.

Los primeros alquimistas greco-egipcios no emplearon esta expresión. Zósimo de Panópolis (fl.268-278 d.C.), por ejemplo, habla de su materia fundamental como “...una piedra que no es una piedra”. En torno al siglo VII, los bizantinos son los primeros en introducir, tanto en títulos de viejos tratados como en discursos propios, la locución lίqoi d tn filόsofwn (esp. piedras de los filósofos). Entre estos comentarios tardíos encontramos un pequeño florilegio Sobre la Piedra de los Filósofos (Berthelot & Ruelle, CAAG 3, pp. 194-199), donde el anónimo autor intenta concertar las diferentes materias elegidas por autores más antiguos: Zósimo, María la Judía, Petasios, etc. Otro comentario similar, titulado Enigma sobre la Piedra de los Filósofos según Hermes y Agatodaemón (CAAG 3, p. 256), intenta revelar el nombre griego de la mejor substancia a elegir, compuesto por cuatro sílabas, con la siguiente distribución de letras 2+2+2+3. Dejo al lector desocupado la resolución de este sencillo acertijo.

La mayoría de estos autores griegos y bizantinos trabajaban a partir materias minerales, con el plomo, el estaño y el mercurio como grandes protagonistas; aunque también hay constancia de la utilización de materias orgánicas, sobre todo los huevos. Pero serían los árabes quienes ampliarían enormemente el tipo de “piedras de los filósofos” aceptables para fabricar sus elixires transmutatorios.

Yābir Ibn Ḥayyān (s. VIII-IX), con un extensísimo corpus alquímico, es el autor más importante en este campo. Cuenta con dos tratados claves, el Kitāb al-Sab’în y en el primero de los Kutub al-Mi’a wa al-Ithnā ‘Ashara, donde expone el estado de la cuestión entre los alquimistas de su tiempo. Comenta la existencia de diferentes escuelas (ar. tawa'if) que trabajaban con minerales o vegetales. Para él ambas alternativas serían correctas, e incluso añade la opción de los ingredientes de origen animal. En el Kitāb al-Ahjār, parcialmente editado en inglés por Syed Nomanul Haq, establece siete grupos de elixires diferenciados por el tipo de principios empleados en su confección: 1º sólo substancias minerales; 2º sólo substancias animales; 3º sólo vegetales; 4º combinación de substancias animales y vegetales; 5º minerales y vegetales; 6º minerales y animales; 7º minerales, vegetales y animales. Clasifica muy bien todas estas materias fundamentales, a las que denomina “piedras de los filósofos” (ar. ahjār al-falasifa). Él privilegia los elementos animales por encima del resto y su respetada opinión se dejaría notar en los siglos siguientes.

Es importante destacar que, por lo general, Yābir no trata los materiales de base en forma de metáforas. Bien al contrario, sus escritos se distinguen por una gran claridad expositiva y una categorización sistemática, detalles todos advertidos por Paul Kraus (Jābir et la science grecque, 1942): "La descripción relativamente clara de los aparatos y de los procedimientos alquímicos, la clasificación metódica de las substancias, marcan un espíritu experimental fuertemente apartado del esoterismo a ultranza de los textos [alquímicos] griegos. La teoría sobre la cual Yābir apoya sus operaciones es de una lucidez y de una unidad impresionantes [...] El autor raramente recurre a las alegorías como sucedía en los escritos griegos. Él pretende haber expuesto sin misterio ni símbolo".

Esta diversidad en la elección de materiales llega Europa con la traducción de textos árabes al latín en los siglos XII y XIII. Las obras de cabecera en ese momento, como el Liber septuaginta, el Liber misericordiae, el De anima in arte alchemiae, el De perfecto magisterio o la Epistola ad Hasem regem, reconocían muchos tipos de elixires, confeccionados a partir de otras tantas “piedras de los filósofos”, bastantes de ellas de origen vegetal y animal. El Liber secretorum de voce Bubacaris, cuyo original árabe es obra de Abū Bakr Muḥammad Zakariyā' al-Rāzī, habla de diez piedras de los filósofos de origen animal, el Liber claritatis menciona doce, el Anónimo de Zuretti reconoce tres. El Liber rebis, de enorme influencia en el medievo latino, aunque hoy casi desconocido para los aficionados, basa su operatoria en una sola materia principal de origen animal. Otro día hablaré de este enigmático “rebis” que tan peregrinas interpretaciones ha conocido con el paso de los siglos.

Hacia finales del siglo XIII aparece en Europa una obra clave, que va a intentar reconducir la semántica de la expresión “piedras de los filósofos”. Se trata de la Summa perfectionis magisterii, que desestima enérgicamente la pluralidad de materias, decantándose por una limitación al reino mineral. Este texto fue redactado por un monje napolitano, probablemente el franciscano Paolo di Tarento, quien, para imponer su opinión, atribuyó hábilmente la obra al mismo Yābir Ibn Ḥayyān. Así, los influyentes textos yabirianos originales podían ser interpretados en función de las opiniones “mineralistas” de la Summa, de tal forma que las referencias a vegetales o animales se juzgaban ahora, en boca del propio Yābir, como meras metáforas de cuerpos minerales. ¡Muy listo este Paolo!

Este enfoque sería aceptado en las principales obras de los siglos XIV y XV. El Speculum alchimiae de Simón de Colonia (hoy distribuido bajo la falsa atribución a Roger Bacon) es uno de los primeros en subirse a este carro hacia el año 1300. “No se concibe –nos dice el autor– cómo hay personas que utilizan determinados animales para constituir cierta «materia proxima» tan alejada, cuando tienen a mano una materia suficientemente más próxima en los minerales”. Simón no se muestra demasiado duro con los partidarios de las materias orgánicas. No niega que se puedan hacer elixires con ellas, simplemente opina que el proceso sería mucho más trabajoso que con los metales: “Si sacáramos nuestra materia de los vegetales, a saber, hierbas, árboles y plantas de todo tipo, tendríamos que extraer de ellos el Mercurio y el Azufre por medio de una prolongada cocción. Rechazamos en absoluto semejante operación, puesto que la Naturaleza misma nos ofrece Mercurio y Azufre ya hechos. Si en vez de los vegetales hubiéramos elegido los animales, nos sería necesario trabajar sobre la sangre humana, cabellos, huevos de gallina, orina, esperma, en fin, todo aquello que se puede sacar de los animales. Asimismo nos haría falta una prolongada cocción para obtener el Mercurio y el Azufre. Recusamos estas operaciones por nuestro anterior motivo”.

Durante esa misma época aparecieron un gran número de tratados que ensalzaban por encima del resto un tipo de “piedra de los filósofos”, la única apta para preparar un elixir muy poderoso: un elixir o medicina metálica “universal”. Esta substancia sería particularmente difícil de encontrar y su preparación demandaría nada menos que el auxilio divino en forma de Donum Dei. Así se empieza a perfilar la figura del alquimista elegido por Dios, un “uno entre un millón” que estaría rodeado de sopladores y falsos maestros.

¿Por qué refuerzan esta idea los alquimistas tardo medievales? Debemos tener en cuenta que estamos en un momento en el que, a nivel popular, tomaba forma la imagen del alquimista como timador, dedicado a estafar al incauto ansioso de riqueza. La utilización de monedas metálicas, hasta entonces testimonial, se había animado en los reinos europeos desde el siglo XIII, fruto de una apuesta por la actividad comercial. La nueva economía monetaria acarreó una mejora en los métodos de contraste del metal, que permitían verificar si el presunto oro o plata obtenidos por transmutación eran válidos. Ya no bastaba con examinar sus propiedades organolépticas, sino que se ensayaban las físico-químicas. El crédito de la “transmutación alquímica” entró entonces en barrena. El retrato de los embusteros alquimistas aparece así en la Divina Comedia de Dante Alighieri, donde se pelean con otros condenados en el infierno de los falsificadores. Se vuelve a repetir en los anónimos Il Novellino y el Libro del Caballero Zifar, en el Libro Félix de Ramón Llull, El Conde Lucanor de don Juan Manuel, The Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer y Piers Plowman de William Langland. Dentro de esta línea de dudas sobre la transmutación metálica, el papa Juan XXII preparó un debate en Avignon entre expertos en Filosofía Natural y alquimistas para, finalmente, promulgar una bula con un título que lo dice todo: Prometen Riquezas que no pueden Exhibir, los Pobres Alquimistas. Pocos años después, el canónico alemán Johann von Leiwen (ca.1330-1374) los machacaría, con numerosos ejemplos de estafas, en sus tres libros Contra vanitatem Alchemistarum.

El alquimista se defendió con uñas y dientes, volcándose sobre los argumentos del alquimista elegido por Dios, la medicina “universal" y la alquimia como un misterio divino más que como una ciencia pública y abierta. Los recetarios y aquellos textos con una exposición clara y sistemática fueron menospreciados. No interesaba que los elixires fueran legión y sus elaboraciones conocidas, sino que se tratara de uno solo, descrito en un tono oscuro y metafórico, y más difícil de encontrar que un actual Osama Bin Laden. Una introducción a esta línea de opinión fue el tratado Correctorium Fatuorum, atribuido bien a un tal “Ricardo El Inglés”, o bien a cierto “maestro Bernardo” (depende de los manuscritos que consultemos), y que podemos fechar hacia el segundo cuarto del siglo XIV. Los “locos” a los que va dirigida su “correción” son los colegas de su tiempo porque, según nos cuenta en el capítulo VII: “Multi enim fatui laboravetunt, et adhuc laborant, in rebus vegetabilibus et sensibilibus...”. Tras fijar así la atención en el reino mineral, el texto propone la búsqueda de una sola materia o “piedra de los filósofos”, que se utilizaría para confeccionar un soberbio elixir “universal”. Critica los recetarios, esos autores –dice él– que te dictan “toma esto y toma aquello”, aunque admite el trabajo sobre otras materias que permitirían producir algunos elixires de menor calidad, llamados “particulares” (nombre puesto en oposición al elixir “universal”).

Toda esta nueva semántica de la “piedra de los filósofos”, del elixir o medicina universal y de los “particulares” se perpetuaría por medio de los más influyentes tratados del corpus del seudo-Ramón Llull, del seudo-Arnau de Vilanova, John Dastin, Thomas Norton, George Ripley, George Aurach, Cristóforo Parigino, etc. Así llega consolidada al Renacimiento y la Edad Moderna.

El lector actual, y me refiero aquí a los aficionados a las lecturas alquímicas, suelen conocer apenas esta última significación de la “piedra de los filósofos”, ya que las obras que tienen traducidas en las librerías esotéricas son de esta última época: siglos XIV, XV, XVI y sobre todo del XVII en adelante: Ireneo Filaleta, Jean d’Espagnet, El Cosmopolita, Dom Pernety, Michael Maier, Cyliani, Fulcanelli, etc.

Los muchos textos en latín sobre la pluralidad de “piedras de los filósofos” y de elixires, como el Lumen Luminum, el Ars alchimiae de Juan Duns Scoto, los seudo-avicenianos De anima in arte alchemiae y Epistola ad Hasem regem, el De perfecto magisterio seudo-aristotélico, el Breve Breviarium y el Liber experimentorum de Roger Bacon, el Liber secretorum de voce Bubacaris, el De aluminibus et salibus, el Liber sacerdotum, el Anónimo de Zuretti, la Sedacina de Guillam Sedacer, etc., son completamente desconocidos para los aficionados actuales a la alquimia; y no quiero ya ni mencionar las obras árabes originales de Yābir o de al-Rāzī.

Aquellos que se inician en la lectura de textos alquímicos deben comprender que están abordando una práctica sujeta cambios notables en sus teorías y conceptos. La evolución y revisión de las ideas es algo que se da en todas las ciencias: medicina, física, matemáticas, astronomía, etc. Poco tienen que ver los postulados del alquimista Olimpiodoro (siglo VI d.C.) con los de John Dee (1527-1608) o Albert Poisson (1864-1893), igual que sucede con la física de Aristóteles en comparación con la Isaac Newton o la de Albert Einstein. Basta estudiar los textos en detalle, de manera autónoma, y contrastarlos después, para darse cuenta de sus diferencias.

Por supuesto, este punto de vista es rechazado por los denominados “tradicionalistas” o “perennialistas”, quienes ven en la alquimia una especie de práctica “sagrada” que, como tal, mantendría sus conceptos inmutables a través del tiempo. Por desgracia para ellos, la progresiva aparición de ediciones críticas de textos alquímicos desde los años setenta ha ido desmontando sus argumentos. Hoy el perennialismo va de capa caída a nivel académico (al menos entre los historiadores de la ciencia), aunque sigue dando vigorosos coletazos, algunos de ellos en España, y mantiene una buena clientela entre esoteristas y neo-alquimistas en general.

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Comentarios (2)

* Comentario de Juan Palacios |12.5.08|: Estimado José Rodríguez: He leído con interés su comentario sobre la Piedra Filosofal. Debo decirle que respeto su opinión, pero que estoy más de acuerdo con la de Limojon de Saint Didier, que explica de forma mucho más sencilla todo este tema en su Plática de Eudoxio y Pirófilo (Amsterdam, 1689): “Observad también que hay una gran diferencia entre la Piedra de los Filósofos y la Piedra Filosofal. La primera es el objeto de la Filosofía considerada en el estado de su primera preparación, en el cual es realmente Piedra, porque es sólida, dura, pesada, frágil, pulverizable; es un cuerpo (dice Filaleteo) porque se derrite en el fuego, como un metal, sin embargo es espíritu, porque es completamente volátil; es el compuesto, y la Piedra que contiene la humedad, que corre en el fuego (dice Arnaldo de Vilanova en su carta al Rey de Nápoles). En este estado es una sustancia intermedia entre el metal y el Mercurio, como dice el Abate Sinesio; en fin, Geber la considera ,en este mismo estado, cuando dice en dos lugares de su, Suma, toma nuestra Piedra; es decir (dice) la materia de nuestra Piedra, lo mismo que si dijese toma la Piedra de los Filósofos, que es la materia de la Piedra Filosofal. La Piedra Filosofal es pues la misma Piedra de los Filósofos, cuando por el Magisterio secreto ha llegado a la perfección de medicina de tercer orden, transmutando todos los metales imperfectos en puro Sol, o Luna, según la naturaleza del fermento, que le ha sido añadido”.
Cordialmente,

Juan Palacios

* Comentario de José Rodríguez-Guerrero |12.5.08|: Juan, muchas gracias por su amable comentario. Todos los autores tienden a hacer sus propias interpretaciones en función de su contexto histórico, etc. Limojon de Saint Didier no es diferente en este aspecto. Él es un alquimista del siglo XVII, que analiza los conceptos según su entorno, sus lecturas... Sus opiniones no deben ser confundidas con las conclusiones que nos ofrece un estudio filológico, que tiene una perspectiva mucho más objetiva, ya que no toma un solo autor o época, sino que contrasta todos para ofrecer el origen y evolución del concepto. Así, desde un punto de vista filológico, tanto “Piedra Filosofal” como “Piedra de los Filósofos” son dos traducciones de una misma expresión latina, Lapis Philosophorum, y significan exactamente lo mismo. La locución “Piedra de los Filósofos” es una traducción directa de latín, mientras que “Piedra Filosofal” es una traducción indirecta, que viene del italiano “Pietra Filosofale”, esto es, “piedra propia del filósofo”. La intepretación que aparece en la Plática de Eudixio y Pirófilo es una visión subjetiva, que puede tener cierto sustento en idiomas como el francés o el español, donde Lapis Philosophorum tiene dos traducciones diferentes. Sin embargo, carece de sentido en otros idiomas con una única traducción, como el inglés (philosopher's stone) alemán (stein der weisen), holandés (steen der wijzen), hebreo  (אבן החכמים), etc. Tampoco sería válida en textos del medievo latino o árabe, ni en los antiguos griegos o bizantinos, donde tampoco hay dos locuciones distintas.
Reciba un cordial saludo,

José Rodríguez

 

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Acerca de este weblog

Opus magnus es el nombre que he elegido para encabezar un pequeño cuaderno de notas, cuyos contenidos están relacionados con el día a día de mi afición a la alquimia. Incluiré en él una serie de comentarios, redactados todos en un tono informal, que no tendrían cabida, ni sentido, en un texto académico.
 


Dicta philosophorum

“Yo -dice el Mercurio- nunca fui rebelde con un Filósofo verdadero, pero mi naturaleza es tal que me burlo de los locos”.

El Cosmopolita (1604).
De Lapide Philosophorum Tractatus duodecim.


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Sobre el autor

Una de mis grandes aficiones es el estudio de los textos alquímicos. En relación a este asunto, me encargo de editar la revista Azogue, y de formar una pequeña biblioteca que pueda servir a otras personas interesadas en la misma materia.

Datos del autor (en inglés).
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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